La última cena/Ignacio Amestoy
Euskadi como metáfora
Obra: La última cena – Autor: Ignacio Amestoy – Intérpretes: José Maya (Íñigo), Bruno Lastra (Xabier) – Dirección y espacio escénico: Juan Pastor – Vestuario y ambientación: Teresa Valentín-Gamazo – Iluminación: Pablo Jaenicke – Música: Pedro Ojesto – Vídeo: Bernardo Moll – Producción: Teresa Valentín-Gamazo – Guindalera Teatro – Hasta el 6 de Junio
Sorprende la entrada de Xabier, como una ráfaga de viento que mueve los visillos del fondo, en un claroscuro. Es ya hombre recio, de vaqueros, bufanda y cazadora, que se expresa con un fuerte acento euskaldún y se manifiesta con gestos bruscos y medidos. Buena composición la que hace Bruno Lastra encarnando a ese activista con las manos manchadas de sangre que, acosado a su vez por un tumor temporizado, vuelve a morir al caserío familiar en La última cena de Ignacio Amestoy. Enfrente, y enfrentado, se encuentra con Íñigo, su padre, un intelectual desencantado que escribe para los periódicos de esa “democracia real” que él tanto desprecia al tiempo que está tramando un drama, más bien una tragedia, para cerrar su obra con un broche de oro, pues está convencido de que pronto vendrá la Parca a visitarle. Así, entre un Hijo que, muy a su pesar, lleva a cuestas la Muerte programada y un Padre que, a pesar de anhelarla, sigue vivo, el conflicto resulta inevitable.
Tanto más en cuanto no sólo les divide aquella separación traumática de hace doce años, al incorporarse Xabier a la lucha armada, sino también una brumosa historia familiar de desencuentros: el difícil parto de la madre, la muerte de ésta a sus tres años, el amor-odio por el hermano que muere consumido por la droga, el abandono de sus estudios literarios y su sustitución por la “puta política” (“poesía de la modernidad”, la llama Íñigo). Todo un poso doméstico que se ha ido acumulando en sus memorias a lo largo del tiempo y llega a entorpecer su relación en un primer momento hasta que, obrando de “deus ex machina”, el “txacolí” hecho en casa recompone la situación. “Es día de verdades” proclama Íñigo (“in vino veritas”) dando así pie a Xabier a que cuente la suya, que es que le mate. Aquí, en esta inusitada petición, es donde al fin se encuentran padre e hijo y el punto en que confluyen sus tragedias, confundiéndose ambas en una sola que el autor va a cerrar brillantemente en su no menos insólito final.
La disputa política pronto se resuelve. El padre reconoce su fracaso: el mundo de la democracia liberal, ese espacio que se abría al hombre libre, “se ha convertido en un gran mercado” en donde el arte ha muerto y perdido los hombres aquella “aura sagrada” que les transformaba en personas cercanas a los dioses. ¿Cómo ejercer, entonces, su labor de intelectual si su arte ya no conecta con una ciudadanía volcada en el consumo? ¿Y cómo escribir una tragedia en un cosmos carente de dioses y personas? Y a su vez el hijo, fugazmente elegíaco, evoca su utopía: “Has escalado la montaña…, porque la has escalado… Has visto desde allí la nueva realidad, la realidad soñada. Al otro lado de la montaña… Y, de repente, un vendaval, tan inexplicable como inoportuno, te precipita a los pies de la montaña…”. Si no “arrepentidos”, ambos confiesan su desilusión. Luego está – ¿cómo no? – el tema de los medios que usaron padre e hijo para defender sus ideas. Íñigo, la razón y la palabra, Xabier, la violencia y las pistolas. Ambos tienen las manos manchadas de sangre: el uno es cazador y el otro terrorista. Pero “cazar es cazar y asesinar es asesinar”, piensa el padre. A menos que, al perder su carácter sagrado, el hombre deje de ser humano y entonces se asemeje al animal, piensa el hijo.
Más les cuesta a los dos resolver sus discordias familiares. Lo hacen en el tercer acto, cuando el relato del sacrificio de Txuri y la traición de Gorri, sus respectivos perros, da rienda suelta a sus recuerdos hasta hacerles revivir su pasado en común. El abrazo de entonces, rememorado, pronto se convierte en el de ahora. Dos mentes, dos sensibilidades, se reconcilian definitivamente y, para celebrarlo, empiezan a preparar la ceremonia, esa última cena que les hermanará con la Muerte en el espléndido final. Hay mucho de Ignacio Amestoy en esta obra. De su maestría como dramaturgo en primer lugar, con ese diálogo tan certero y concreto, casi ascético, que caracteriza las dos primeras partes en donde una palabra, el final de una frase, lleva a la otra resaltando conceptos, hilvanando matices, introduciendo silencios que hablan a gritos… Un texto teatral que vehicula ideas pero que mueve también las emociones como ocurre en ese tercer acto plagado de monólogos en que se hace presente la querencia de Ignacio por el paisaje, los hombres y la forma de vida de su Euskadi natal. Un arrebato lírico que a veces bordea un sentimentalismo que Amestoy no rehuye, en el convencimiento de que su sabiduría de dramaturgo compensará con creces la espontaneidad y la franqueza del artista que se da por completo y se vacía.
Queda hablar de la interpretación y la puesta en escena, dos componentes que aquí resultan vitales para calibrar el sentido de la obra. Y al llegar a este punto, me hago cronista de algunas de las observaciones que surgieron en el coloquio con los espectadores que se mantuvo, a raíz de su preestreno, en la sala Guindalera de Madrid. Así, un comentario general fue el ya apuntado más arriba del acento gutural que exhibía Bruno Lastra en su caracterización de Xabier. Un acento que, aunque algún espectador pensara lo contrario, a mí me pareció claramente vascuence. En todo caso, era un rasgo propio de su composición actoral que, como se ha dicho más arriba, incidía en todo lo que de adusto y reprimido pueda tener quien sabe que se encuentra en la línea de fuego. En cambio, su antagonista, Íñigo, encarnado por el actor José Maya, se expresa en un castellano sin acento, casi tan puro como el que se dice que se habla en la Meseta. Es ésta una decisión de Juan Pastor, el director de escena, que viene a demostrar una vez más la importancia que tiene el montaje a la hora de determinar el sentido final de los textos que, inermes muchas veces, se someten a ese ineludible proceso de reinterpretación que es su “representación” sobre el escenario.
Y es que, en efecto, tal y como se nos presenta el montaje, con dos acentos tan diferenciados, se fuerza la referencia a ETA aunque en el texto – como ya lo hacía notar Ricardo Domenech en el prólogo a la edición de la obra en Acotaciones, la revista de la RESAD – no se hable nunca de manera explícita sobre el conflicto vasco ni se haga alusión a siglas partidistas como las del PP, el PSOE o el PNV. Y así es, si no me equivoco, porque la confrontación entre el nacionalismo radical (marcado acento vasco) y el poder central (“falta de acento” castellano), aún manteniéndose como telón de fondo, no es el tema determinante de la obra de Ignacio Amestoy (puede que sí lo fuera cuando Xabier dejó la casa familiar). El objeto de la discordia no es ya el afán de independencia de quien se quiere emancipar sino el abismo en el que hoy se precipita la civilización occidental a lomos, esta vez, no de un toro cretense sino de un becerro de oro mercantilista y globalizador que resume cualquier valor humano a su cotización en Wall-Street. El dilema es el mismo – la licitud o no de usar la violencia, y no la razón, a la hora de conseguir unos objetivos políticos – pero trascendido a esa dimensión universal que resulta tan propia de la cultura humanista que caracteriza al autor. Una rebaja del tono vascuence de Xabier (o el hacer hablar a padre e hijo con similar acento) facilitaría así al espectador acceder al propósito final de La última cena.
Y otra de las observaciones de los espectadores que hago mía se refiere al exceso de elementos melodramáticos ajenos al propio texto, en especial la música, que Juan Pastor ha añadido a la representación. Hay un momento en especial que mereció estos comentarios: el abrazo final de padre e hijo, que se subraya con un aria operística que va “in crescendo”. No creo que Amestoy persiguiera crear una emoción artificial. El abrazo de Íñigo y Xabier no apela a la lágrima fácil. Es un abrazo de reconciliación, sentimental y familiar sin duda, pero también política y moral, es decir, propia de la catarsis trágica. La última cena ha superado el drama y alcanzado ese nivel más alto que buscaba Íñigo para su postrer obra. No se reconcilian un padre liberal y un hijo terrorista sino dos ideas, libertad y justicia que, junto con la igualdad, constituyen el credo de una revolución que aún está lejos.
Obra de tesis, sí, la que nos trae aquí Ignacio Amestoy. Demasiado tiempo llevábamos sin ellas, sin que la fuerza de unos argumentos fundamentados en el acontecer cotidiano incitara nuestra reflexión, sacudiera nuestras conciencias y nos conmoviera.
David Ladra