Zona de mutación

La pobreza ascética

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A partir de Grotowsky, hablamos de ‘despojamientos’ sublimados en sí mismos por el carácter místico que se supone asumen o que se les pretende otorgar. En nadie como en el director polaco el empobrecimiento ascético se convierte en posesión teórica (theos=dios, ergo, theoría como acto agraciado). Ese empobrecimiento se tabula como un abandonarnos a nosotros mismos. Dejarnos en nosotros mismos. Despojarnos para poseer un lenguaje esencial. Por supuesto que la sola desposesión material no nos faculta a poseer ese conocimiento. Hacer una ‘ópera de dos centavos’ no nos concede prerrogativas espirituales, a creer que es un mérito per se. Producir pobremente ni nos hace grotowskianos ni los demás deben darme algún rédito por mis imposibilidades. Creerlo es más bien una impostura mental. El mensaje trata de otra cosa: Una suspensión del juicio para que hable, sin controles ni censuras, nuestra profundidad. Sobre ésta no se rinde cuentas, pues como la rosa de Angelus Silesius, ‘es sin por qué’. Este abandonarnos a nosotros mismos no es el ser abandonado por la sociedad como desclasado, excluido, desheredado, lumpen. Empobrecimiento espiritual y ascético también es desembarazarnos de lo aprendido, para vernos detrás de las capas, porque se entiende que las respuestas están en nosotros. Si el hombre es un Yo hojaldrado de máscaras, la pobreza ascética lo deshace de lo fútil: vanidades, soberbias, petulancias, engreimientos. Es difícil porque ese hojaldre es un espectáculo seductor en sí mismo. La historia del torero que frente al toro entiende que la bestia es él mismo. Y aunque oiga las exhalaciones del público, que superan en salvajismo a los bufidos del bovino, pidiéndole ‘mátalo… mátalo… mátalo, hazlo por nosotros’, él sabrá que en la arena, la oposición se ha diluido, porque él, sólo es lo que es. Y su acto místico, simbólicamente, es por todos. El symbolon griego era una cerámica que se partía en un tiempo para poder, juntando las dos piezas en otro tiempo distinto, producir un reconocimiento de dos personas de un mismo origen. El ritual de un reconocimiento de dos partes que se juntan para corroborar algo: la unidad espiritual original. Es un ritual de poder, pero no de poder sobre el animal, sino sobre sí mismo. Como el cristiano al comulgar, el torero encarna la certeza de sí y hasta que no la pierda, no vuelve a torear. Soltar, dejar ser, es ser dejado a sí mismo. El empobrecimiento es también un ser dejado por los otros. Pobre es vaciarnos de voluntad, de la voluntad de saciar deseos, o de la ansiedad por satisfacerlos. El espíritu ascético, pobre, es el que se vacía de todas las cosas. Un espíritu puro. Quizá debamos desaprender para conocer lo que somos naturalmente. Poder ver a las cosas y a los seres en su autonomía y no en su utilidad. Dejar de poseerse es dejar de auto-afirmarse a cada rato. Este empobrecimiento es como una conversión, una mutación personal donde el ‘no pensar’ equivale a la serenidad de quien trasciende los deseos, pero una serenidad que es como un estado de gracia. El que piensa es un ser desesperado por el peso de la gravedad. El pensador asume un peso: el de la época, el de su alma, el de su circunstancia, el de su moral. Como el famoso ‘pensador’ de Rodin que sostiene su respetable cabeza con mano de titán, que a la vez, para mejor afirmarse, asienta sobre su rodilla. La gravedad del mundo puede caber en el acto de pensar. Pensar es un acto épico, titánico, hace suponer Rodin. ‘El Pensador’, me parece, no es ‘pobre’. Es el pensar torturado de la modernidad.

 

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Cuando hay un desborde de la impresión que nos produce algo, es posible que no escribamos, no argumentemos y nos quedemos mudos a disfrutar de la envergadura del hecho. Escribir es quizá una decisión que surge porque falta algo en ese disfrute. Hay un inacabamiento, una escasez que favorece la escritura. Escribir es el alarde de un ‘no sé qué’. ¿Cómo se escriben los ojos azules de esa mujer que soñé y que no podré atrapar jamás? No es raro que aparezca la poesía que en tanto modo de producción espiritual, responde a los principios de la Economía Política. Cuando Grotowsky propone un ‘teatro pobre’ propone una ‘aneconomía’, donde ‘lo negativo’ surge de esa carencia impotente de generar materia. Hay que ver si se es pobre porque se es carente o porque no se tiene. La carencia puede hacernos ver un hombre nuevo. Oímos a menudo que el sistema denomina a los pobres como ‘los que menos tienen’, porque hace pasar por el ‘tener’ su unidad de medida. Es más, aborrece de los que rompen esa mensura, incluido al mismísimo Cristo. Una forma de hacer del enjuto pasionario un compañero, un contra-institucional. La alta burguesía, por una situación de clase, se da el lujo de admirar al Che por su carácter crístico, por la grandeza de su ‘conversión’, lo cual es un gigantesco equívoco. Pero lo proyecta, a una distancia que le permite usufructuarlo sin ‘culpa’. Son dos modelos que encarnan lo que dicen. Nietzche dijo: “el único cristiano que conozco está en la cruz”. Quizá el único guevarista que admiramos (y que existe) quedó en Bolivia. Es una admiración ética (cuál no lo es). Pero definir al pobre por ese no tener es manipularlo porque se lo pone como un ‘enfermo’ que se va a curar en el tener, es decir, es una indigencia aferrada y proyectada a la riqueza. Se prescinde de toda mención a un ‘voto de pobreza’, que se basa en una decisión consciente. Esa pobreza es un camino simple del hombre hacia su originalidad. La sublimidad de lo espiritual conduce a la búsqueda de una altura. Pero es notable que en la medida que valoramos la profundidad y en tanto la reconocemos, ya estamos ‘altos’ y aburguesados con relación a ella, porque siempre estaremos parados arriba de toda profundidad. Esa altura, si estamos a la ‘altura’, no se pierde, ya está ganada. Partimos de ella, donde el ‘arrojarnos al abismo’ es para justificar la incidencia que le reconocemos a esa profundidad sobre nuestros espíritus. Me arrojo porque confío en ella. O sea, la altura personal no sólo depende de cuanto ‘ascenso’ realicemos después, sino de cuanta profundidad reconozcamos. En el libro ‘El monte análogo’ del escritor místico-esotérico René Daumal (discípulo de Gurdjieff) describe el proceso de subir a una especie de nirvana. El viaje al centro de nuestro corazón, es un viaje similar al de la profundidad que me concede la enseñanza del otro. Es decir, a veces como personas, subimos bajando. Los escaladores de alta montaña suelen decir, en un estado mental muy especial que les provoca no sólo la escasez de oxígeno sino la cercanía con el cielo, que hay un punto en que el arriba y el abajo ya no existen, y es cuando se ha subido tanto que se siente bajar al secreto sentido de las cosas que me había dado el lujo de ignorar hasta ahí. La kenosis, Dios-Padre baja sobre el cuerpo del Hijo. El ariete que escarba los grandes misterios, está más asociado a la profundidad del artista que a la ignorancia fanática del dogmático.

 

 


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