Historia emocional
En alguna parte leí una frase, a la cual he decidido acercarme, guardando prudente distancia, pues no confío plenamente en ella, porque necesito un punto de partida teórico para justificar esta columna.
Y no confío en dicha frase porque la rapidez de su gestor al concluir da la impresión de que la concibió con la idea de saltar a la fama, pues es bien sabido que acuñando frases también se llega a ella.
Mis dudas sobre ésta son, porque en materia de independencia existe tanta versión equivoca como en materia de cultura, y la frase toma como ejes estas dos palabras, para hacer rodar la conclusión. Pero esta frase tiene dos características, reconocidas como virtudes en la actualidad, que la hacen muy aceptable y digestiva socialmente, y que son, su sonoridad y su gran apariencia de obviedad, por lo cual, no exige, para su comprensión, un esfuerzo mental generador de angustia existencial. Textualmente, dice: la independencia es cultura, y cuanto más independientes seamos, más cultos seremos.
Aunque al comienzo aduje una razón para explicar porqué asumí esta frase, la responsabilidad de acudir a argumentos verosímiles, para justificar mis dichos y mis hechos me ha hecho pensar más en el asunto, y en este punto de mi escrito ya estoy seguro de que ésta entró subrepticiamente en el campo de mis intereses teóricos, debido a mi pasión por los temas históricos y culturales, es decir, por las causas perdidas, porque siempre me ocupo de quienes hacen la historia y la cultura, cuya suerte no siempre es igual de buena a la de quienes solo escriben sobre ambos temas. No de otra manera podría explicar porqué la adopté tan rápidamente, sin pensar en las consecuencias de tomar como punto de partida algo que posiblemente no es más que un simple juego de palabras. También creo que influyó en este contagio mi obsesión de encontrar una oportunidad para escribir (no hablar, porque ya he perorado mucho sobre este tema), desde mi punto de vista, por cierto muy contrario al oficial, y a veces hasta descarnado, como suele entenderse aquello que enfrenta la tradición, de un suceso que está conmoviendo a América Latina, y al cual han bautizado con el pomposo nombre de bicentenario de la independencia, y que ha puesto a reflexionar a más de uno y ha conseguido hacer concebir frases del talante de la que he transcrito.
Sí; no me cabe duda: ha sido mi deseo permanente de poner sobre la mesa ese acontecimiento, que terminó convirtiéndose en nuestra tediosa historia patria, lo que me ha llevado a tomar como punto de partida una frase, quizás tonta, o quizás de una gran agudeza analítica, no se, y como ya habrá sospechado el lector, escribiré de historia, y de paso me quito de encima la responsabilidad de explicar algo sobre lo cual no estoy muy seguro, y es, aquello de que a mayor independencia mayor cultura.
Pero no voy a hablar de la historia de todos los latinoamericanos, en la que supuestamente debo ser un experto por vivir aquí, pues he de decirles que somos ignorantes en historia patria, pero muy instruidos en la ajena, lo cual ha hecho de nosotros un continente vaivén en todos los asuntos, y víctima de un proceso histórico impulsado por la emoción.
Ese es, en realidad, mi punto de partida: historia y emoción, el cual trataré de explicar, contando un breve relato en el que prevalecerán los entuertos, nacidos al calor de la famosa independencia, en el territorio de la entonces llamada Santa Gracia, en donde tuvo sede uno de los más importantes virreinatos, y en donde se produjeron acontecimientos que ya habían ocurrido en localidades de poca importancia geopolítica, y a los que la historia no había prestado mucha atención, porque sus relatores son más entusiastas cuando los sucesos ocurren en lugares densamente poblados, porque si estos derivan en violencia tendrán más muertos para contabilizar en sus registros.
Hablaré, pues, en la próxima columna, sobre un simpático episodio, caracterizado por la audacia, la picardía y la concupiscencia de los nobles criollos que ansiaban convertirse en los nuevos gobernantes de Santa Gracia, y que debió ser disimulado por los redactores de la historia oficial con el eufemismo de patria boba, para evitar que ésta viviera avergonzada de su origen.