Zona de mutación

La correcta diagnosis de la enfermedad teatral

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El posmoderno sólo puede ver a nuestro teatro como ‘risus paschalis’, aquella risa pascual que practicaban los cristianos en el pasado. Un ritual en el que el cura usaba un lenguaje soez e incluso mostraba sus genitales, provocando la risa de la feligresía. Había que sacar a los fieles del bajón posterior a la Semana Santa y estaba previsto como estrategia y terapia1. Si bien se prohibió después, podemos decir que el mecanismo se trasladó a otras instancias culturales de tipo y efecto consolador. La melancolía es la madre de las todas las enfermedades (Nietzche dixit), así que si la risa es terapéutica, hemos de lograrla a cualquier precio. Así como que el aburrimiento es el Infierno. La tristeza, la depresión, el hastío, el aburrimiento, llevaban a ella. La acedia cordis era la depresión que se originaba en la bilis negra, la melancolía. Ya con Durero, pero aún antes que él, la bilis negra tiene un rango filosófico. Camus y Sartre la tratan en el siglo XX. La depresión acompaña los deseos insatisfechos de la sociedad de consumo. Bernard Shaw decía que para el aburrimiento había dos amenazas: a) desear algo y no tenerlo y b) tenerlo. El consumismo del que participa el tedio, tiene la virtud de hacer divertido el aburrimiento. El aburrido es una típica víctima de los aburridores. ¿El teatro es aburrido en sí? El director Víctor García decía que él no iba al teatro porque era aburrido. Pero, para no disparar a troche y moche, acá habría que escuchar a Sthendal: el que dice me aburro, en realidad dice que ‘soy para mí mismo una compañía estúpida y enojosa’. Quería decir que se aburren las personas vacías, pasivas que hacen responsables de su acedia a las de afuera que no logran interesarla. Por eso, el latiguillo de nuestros halls culturales es la palabra ‘interesante’. Es una palabra propia de los aburridos y aburridores solidarizados que se usa pero sin que diga nada. En realidad no es culpa de la pobre palabra, claro. Uno de los síntomas del aburrido cultural empieza con una frase: “no hay nada nuevo bajo el fucking sol”. Es como que alguien tiene la responsabilidad de sacarlo de su estado. Lo serio es que el aburrido es un desesperado propenso a las adicciones. Por eso ama un teatro estupefaciente. Va de suyo que en sus manos, cualquier droga con poder liberador, no tiene ese efecto. En este sentido, la novedad que impone el consumo, es la misma novedad que impone una cultura aburrida (vacía). Es decir, para ser re-divertido hay que estar de onda. En este marco, ya no cabe hablar de necesidades reales sino de algo conectado al deseo. El tedio irrumpe cuando el deseo se separa de los hechos. Entonces sólo me cabe hacer lo que tengo ganas de hacer. Es decir, nosotros nos reservamos lo agradable, lo placentero, la mierda laboral se la dejamos a los refugiados bolivianos o paraguayos.

 

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Asimilar equívocos internamente hará que luego se externalicen como acotamientos, cercenamientos o errores de una subjetividad que pretende objetivarse en mil malentendidos cotidianos. Un ejemplo es esto de ser ‘teatrista’. Desde que la semiótica teatral, la escenología o la teatrología, necesitaron motejar técnicamente al hacedor teatral, apelaron a esta equívoca nominación que internaliza un letal acotamiento del territorio que constituye el teatro. Teatrista es nominación para un hincha del teatro o para un ejecutor sectario de lo que sería el ‘teatrismo’ (así como un surrealista es hincha del surrealismo). Más que un ‘ismo’ cultural, el teatro sigue desafiando heurísticamente al hombre. Si al experto en biología se le llama biólogo, en antropología antropólogo, en mecánica mecánico, y en el arte de tomar mate matero, pues… si hemos de llamar teatrólogo a alguien es porque hace teatrología (aún sin saber lo que estudia, pero preguntándonos por qué ha de ser más importante que el teatro a secas). Será que uno al enfermar de teatritis, llama al teatrólogo a que lo cure, con lo que, como paciente del mal, no necesita ser el experto sino meramente el que recibe la dosis de remedium espectacularis o de placebos a su medida y armoniosamente. Por eso mismo, el teatrólogo bien puede brindar servicio por obra social para administrar una cura, por lo que ante cualquier deformidad, bueno será consultar a nuestro terateatrólogo de cabecera. Lo que hay en usted sólo saldrá a la vista con una teatrografía adecuada. Los casos de teatricidio deberán prevenirse con una teatramicina administrada muy a tiempo. La dosis será muy importante.

Hay otra salida, más hermética, de logia y no es sino aceptar que usted es un servidor, esto es, un teatrista. Ante la moda, su capacidad será demostrar la fidelidad a su ‘ismo’ como tal. Si es un intuitivo, olvídese, usted no es más que un hinchapelota sin Academia, un teatrero, esto es, apenas un integrante del círculo de amigos del teatro. Algo así como un fanático semejante al teatrista, pero de poca monta, un ‘independiente’ de esos. Sus desviaciones gestarán en usted temidas conductas teatrómanas (mire que las hay); el teatrófilo será una especie de degenerado, tipo pedófilo, caracterizado por tener relaciones contra-natura con la actividad (o con la hija menor de edad del Director, ocupado en inocular sus recetas a la protagonista, en su camerino). Teatromanía será una tendencia boba, adolescentona. Teatrófago el que gusta del teatro ctónico, mierdoso y sub-lunar, cargado de muerte, el de quien exige que Orestes mate en serio a la actriz que hace de Clitemnestra, mientras imagina las gotas de sangre que llevan a un único sitio: su ego. Teatripper será el que va a boludear con sus calzoncillos al ensayo. Teatrofílico el que no respete convención y logre un orgasmo con actor/actriz o cualquier sucedáneo, sin importar su sexo ni materia, mientras sea en situación de representación. Teatrolálico, el que actúe hasta cuando el guardia le pida documento y no tenga más que máscaras para responder, mientras lo llevan detenido acusado de «mariposa». El que está cansado de hacer teatro, sufrirá teatrosis. Al que vomite el teatro demasiado nutricio y que engorde (neuronas), se le llamará teatrulímico. Y al que no ingiera, aunque debería, porque “no se puede vivir sin teatro”, teatroréxico. El que orine la vil escena demasiado rápido, sufrirá de teatruresis, y el que no pueda evacuar teatro, será teatreñido. El actor santo que no pueda evitar su concupiscencia, será teatragnóstico; al que se le escape el teatro por todos los agujeros y sufra incontinencia, será teatrulento. El que ante una simple obra teatral tenga efectos diarreicos, necesitará obras teatringentes, y el que vaya al teatro sin jamás pagar la entrada, será un vulgar teatrúpido. Al que se sienta cambiado por una obra de teatro se le dirá teatralópodo y al que se lamente de su carencia sufrirá de una teatrinosis. El que no pueda dormir al ver una obra será un teatrambúlico y el que vaya al teatro sólo a dormir, bueno, por venir a jugar con la verdad justo aquí, ese no será más que lo que ha sido siempre: un reverendo hijo de mil putas.

 

[1] Risus Pascalis: el fundamento teológico del placer sexual, María Caterina Jacobelli, Editorial Planeta, 1991, Buenos Aires, Argentina.


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