El Hurgón

Un audaz grito de Independencia

En la teológica Santa Gracia la paz disminuía por la agitación soterrada que desde hacía varios años adelantaban los criollos emergentes, quienes a pesar de haber enviado a la metrópoli un tímido, pero ambicioso memorial de agravios, como último recurso para demostrar su inconformidad por su exclusión sistemática de los asuntos del gobierno, no convencieron a la corte, para que les permitieran tomar parte en los mismos.

La sede del reino, invadida por Napoleón, contaba en voz baja su desgracia para evitar que las provincias de ultramar advirtieran su debilidad, pero su situación fue pronto conocida en Santa Gracia y remozó las esperanzas de los emergentes cuando supieron, que en respuesta a la ocupación en la Metrópoli se había formado una Junta Central para salvaguardar los derechos del joven y cautivo rey, en la que se daría participación a los letrados de las provincias lejanas que estaban ansiosos de probar el resplandor de sus luces. Sin embargo, los letrados de Santa Gracia, que se habían anticipado a buscar el favor de los electores, organizando apretados torneos verbales se quedaron con las maletas preparadas, porque nunca los llamaron.

El desplante quiso ser utilizado por agitadores profesionales para armar alboroto, pero los criollos emergentes, a pesar de su despecho, se negaron a prestar su concurso arguyendo que la prudencia aconsejaba no aprovechar la debilidad del reino para congestionar el ambiente. Para demostrarlo, se resistieron a los ofrecimientos de Napoleón, quien les había enviado emisarios para instruirlos acerca de las ventajas de participar en un gobierno dirigido por él, y además se volvieron más comprensivos con la autoridad local para demostrar que la desconfianza que les tenían en la sede del reino era infundada.

Pero, dos años más tarde, el ingreso en Santa Gracia de las cabezas de dos de sus mejores amigos que habían sido abatidos en los Llanos impuso a los emergentes un enérgico cambio de conducta y de opinión. Por esos días su servicio de inteligencia había descubierto que muchos de ellos eran procesados a la sombra por cargos relacionados con lo que las autoridades llamaban afanes de poder, y que el registro ordenado a las residencias de los responsables de temporalidades no se había efectuado para revisar las cuentas sino para buscar armas, porque se decía en todos los corrillos callejeros y de taberna que en la ciudad se estaba fraguando una infame conspiración contra la autoridad legítimamente constituida.

Nunca antes los criollos emergentes sintieron tan herido su amor propio y por ello decidieron que si el gobierno les negaba el derecho de participar en la defensa de las instituciones no tendrían más remedio que tomar iniciativas propias para guardar lo suyo de una incursión de Napoleón. Armaron un tumulto, propiciando una contienda por el honor, en la que resultó roto un florero, y aprovechando los restos de tensión de las autoridades, a raíz de unos sucesos recientes acaecidos en Quito, y la escasa artillería de que disponía el gobierno para su defensa en esos momentos, un grupo de los más distinguidos criollos emergentes, orquestado por la vocería del pueblo, que desde las cuatro esquinas de la plaza principal anunciaba la proximidad de un ejército de irreligiosos Franceses, ingresó en el palacio de gobierno, cada uno con una gruesa Biblia debajo del brazo, y en coro le dijeron al Virrey, que estaban preparados para jurar cuanto fuese necesario, porque su movimiento no era una burda asonada, sino el fruto de las necesidades. Leyeron un documento, redactado días atrás, y juraron mantener la concordia y defender la religión católica hasta con la última gota de su sangre. Por último, mirando al Virrey con benevolencia le comunicaron su designación como presidente de la Junta que acababa de constituirse. El Virrey, conmovido por las finas maneras de quienes hasta hacía poco calificaba de enemigos, se dijo:

-En realidad, los temores de la Real Audiencia son exagerados, porque esta novedad no reviste riesgo alguno para la autoridad real.

Los distinguidos emergentes abandonaron el despacho con satisfacción prudente, pero cuando estuvieron frente a la multitud, que vitoreaba su gesto, no resistieron la emoción del triunfo y acompañaron al pueblo en su alegría, porque la independencia se había conseguido sin derramar una sola gota de sangre, a diferencia de lo sucedido en otras provincias en las que el temperamento explosivo de sus habitantes dificultaba cualquier acuerdo pacífico

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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