El acoso de la culpa
Las pocas noticias que escapaban a la censura llegaban a Santa Gracia agotadas por el prolongado viaje emprendido desde la Metrópoli, y la mayoría de ellas las aportaban viajeros poco interesados en el acontecer político, que reducían las conversaciones a simples anécdotas.
Habían pasado varios meses desde que el distinguido grupo de emergentes aclaró al Virrey la bondad de su movimiento, cuando la escasez de información provocó las primeras disensiones, pues mientras el sector moderado aconsejaba esperar las noticias para actuar de acuerdo con el mandato real, el sector radical recomendaba aprovechar esa oportunidad para constituir un gobierno conforme con sus intereses y convicciones. Esta discusión originó las primeras hostilidades con rasgos de lucha fratricida y empujó a los últimos a compartir, por despecho, la propuesta presentada por un nuevo organismo de la Metrópoli llamado Consejo de Regencia, que alegaba poseer iguales o mayores derechos para salvaguardar la integridad del Rey, y que según las explicaciones de los entendidos, escondía malas intenciones porque era una trampa de la que se valía Napoleón para crear desconcierto.
El grito llegó al cielo. Hubo desesperadas conversaciones para encauzar a los exaltados hasta que se logró su participación en una reunión, con riguroso marco teológico, para averiguar a través de la suprema vía de la conciencia y el consejo de los sabios antiguos cuál de aquellas dos instituciones tenía, no sólo razón sino la fuerza moral suficiente para demostrar la nobleza de sus propósitos.
-Errar es humano -expresó un clérigo de nombre Francisco, y Peñalver de apellido, abriendo el debate. Guardó silencio unos minutos, mientras hojeaba una Biblia, y luego, agregó:
-La duda, ocasionada por la comisión del error se dirime entre los hombres; pero cuando ésta es consecuencia del pecado, sólo Dios decide el perdón. La historia de estos pueblos no puede dar un paso antes de conocer a cuál de las categorías pecaminosas pertenece su debilidad- dijo el sacerdote, con energía, conminando a los congregados a prestar toda su atención-. Debemos ser humildes e inclinar la frente ante la venerable ancianidad de la ley sin olvidar, claro está, la experiencia de los siglos, para demostrar las justas razones que tiene cada provincia, cada pueblo, cada villorrio para formar su propio gobierno. La patria, mis queridos amigos, corre peligro si alguno de esos gobiernos aparta sus ojos del objetivo común. Está demostrado que el Consejo de Regencia obedece al irreligioso restaurador, que se sirve de los liberales de Cádiz, empecinados en lograr una libertad mal interpretada, cuando provincias tan reflexivas como León, Granada, Valencia y Galicia han manifestado su repudio a esas intenciones.
-En caso extremo –seguía el clérigo- debemos seguir el ejemplo de la historia y hacer como los cautivos de que hablaba Maupertuis, que prefirieron alojarse en el fondo del mar antes que entregarse a la esclavitud. ¿Cómo es posible, que conociendo las privaciones de Prusia, Italia, y en general de toda Europa, queramos acoger en nuestro seno a ese genio devastador, capaz de hacer su cosecha de iniquidades y de intrigas entre nosotros, hombres generosos, forjados en la férrea disciplina de la paciencia, defensores de las tradiciones y adornados de una especial prudencia?. No debe ser así, pues la división entre los habitantes de un pueblo genera vicios de insubordinación.
Honda pena causó entre los reunidos, que las estratégicas Cartagena y Santa Marta se hubiesen abandonado en brazos de la quimera, pero se consolaron recordando a las fieles Tunja, Pamplona, El Socorro y Mariquita dispuestas a mandar a sus representantes, cuando lo dispusieran los santagracianos. Más consolador aún fue contar con el apoyo de Maracaibo, y de las siempre incondicionales a S. M., Cali, Buga, Cartago, Sogamoso, Soatá, Turmequé, Chiquinquirá, Ibagué y La Palma, todas a una tan generosas, que ofrecieron sus haciendas, sus enseres, incluidos los esclavos si era necesario, para salvar la patria y renovar las esperanzas del joven monarca que bebía un trago amargo diario en una prisión de Francia.
-¡Oh, dolor, oh ignominia! -clamó a su turno el jurista, señor, doctor, don Crispín Villa Rego, como preámbulo a su argumento:
-Estos pueblos, gobernados hasta ahora por tan diestras manos no deben desconfiar del deseo de las mismas de procurar su felicidad. Debemos comprender que ellas van, poco a poco, dándole al pueblo su merecido, porque hay luces que ciegan si se presentan de improviso, pues, como dice Tácito, a los pueblos que han vivido en la servidumbre durante mucho tiempo es preciso darles la libertad gradualmente, porque un acto repentino de esta naturaleza les producen mayores males que los que han alegado vivir bajo la servidumbre.
Otro orador amparado en Santo Tomás advirtió que si se consideraba ese Consejo de Regencia como simple accidente no era obligatoria su aceptación, y mucho menos si estaba de por medio el bien común, tal como lo enseñaba San Agustín.
-Es más- intervino otro jurista, el señor, doctor, don José de la Hostia-, mal haremos en permitir que un Consejo formado por escasas veinte personas gobierne la nación más grande del mundo, pues otra cosa sucede con los gobiernos legítimos a los que, según San Pablo, se debe obediencia, sin atender al número. Si en un momento se juró atender a los dictados de ese Consejo, ese juramento es válido en cuanto a substancia, que se refiere a los derechos del soberano, pero en cuanto a accidente es nulo, porque hubo engaño. La substancia del juramento es don Fernando; el Consejo de Regencia es accidente. Y todos sabemos que el accidente no es parte de la substancia.
-Esto es muy fácil de comprender si tomamos como base lo dicho por Santo Tomás -insistió el señor, doctor, don José de la Hostia-. La substancia, advierte este santo, se puede tomar por la esencia, que es lo primero en la naturaleza, tiempo y razón. Substancia es lo que no depende de otro, y todo lo que por si le es debido. Todavía más claro: El accidente no es ente, sino de ente y significa imperfección, porque depende de otro su esencia, sobreviene al sujeto después de su ser completo, y sin él puede estar el sujeto yendo y viniendo, pues falta y asiste sin perjuicio de la substancia. Que haya o no Consejo de Regencia, hay rey, aunque esté preso, y obligación de mantener el juramento de obediencia. El juramento nuestro, señores, existía antes del Consejo de Regencia, y teniendo en cuenta que la substancia se toma de la esencia, y que la esencia es invariable, a pesar de la recurrencia de los accidentes, la substancia continuará inalterable.