El autor soluble
El autor se disuelve en el líquido ya no del proyecto totalizante, sino como sustancia del hecho múltiple. El texto se des-literaturiza y deviene objeto, materia, por lixiviación escénica, cincelable por la mano no menos múltiple del equipo de creación-producción; postulante a re-alquimizar los ingredientes a mano. El texto teatral, resulta de una fecundación orgiástica, de varios, es un huevo contra-didascálico, a-representacional, irrepresentacional, porque la representación no es una prerrogativa o un a priori de su presunta condición teatral. El texto es como Judith Butler dice del sexo: auto-poiético, auto-construido y no una determinación genérica, una petición de principio, que tiene ganada su teatralidad antes de demostrarla sobre el escenario. Los textos de la dramaturgia de la era de la post-palabra, de la era del vacío de la representación, no se “ponen” en escena, no son una convexidad para ‘ponedores’, eso es más un machismo anacrónico y una petulancia autocrática de no menos presuntos ‘directores’. El teatro contemporáneo de la post-palabra es la glosolalia devenida del conjuro oracular del equipo de creación. Cuando Susan Sontag decía que necesitamos antes una Erótica que una Hermenéutica, aludía al cuerpo sin-fin del goce artístico, aludía a expertos en hacer el amor antes que al positivismo de los semiólogos o los fríos decodificadores. Por eso es que ya los literatos no son los que más saben del texto teatral. Es un malentendido. Cuando conocí a Eduardo del Estal1 le pregunté que dónde conseguía sus libros. Él me empezó a mandar artículos a mi mail, y me dijo que si los quería re-enviar o alguien los quería usar, no sólo que podía hacerlo sino que no hacía falta citar su nombre, que el pensamiento produce pensamiento y que éste no es propiedad de nadie. El artista teatral es como un ‘homo sampler’ que prodiga y participa del flujo de pensamientos. Un texto hoy por hoy es como un tótem, un amuleto, una circunstancia mágica multiplicadora, una casualidad significativa (en el mismo registro de multiplicar los panes y los peces) y no un ejercicio de oficio subalternizado al protagonismo predeterminado de la linealidad literaria o del autoritarismo falocrático de la firma. El texto es un lenguaje secreto y no un canal comunicacional que asegura el viaje al tonto ‘ferry-boat’ que navega del Emisor al Receptor. No, el hecho comunicativo no se supone porque el ‘canal’ se refunda, se recrea, se re-inventa todo el tiempo. No hay mensaje. Y quien escucha lo que quiere oír es porque en el fondo lo han traicionado, le tomaron el pelo. El texto no es el cuenco apto para listos eyaculadores que pueden confirmar sus talentos patriarcalistas. Cuando Clitemnestra mata a Agamenón, salva la ley matrilíneal del Goce. Cuando Electra empuja a Orestes a eliminar a su madre, la razón patriarcal del rey muerto, es rey puesto en el gobierno de Orestes y el destino de sombra de su hermana. La Sensualidad pierde ante la Razón y la escritura no puede reproducir ad infinitum esa derrota como lo hace a través de la figura del semental reproductivo que conocemos como Autor, por cuya literaturidad se prolonga una hegemonía perceptiva , donde la letra es ejercicio de un poder antes que la neolengua que confronta a dicho estado de las cosas.
-2-
El autor en la trama del Poder vale en tanto portador de novedad. El concepto Autor queda constreñido a entidades recaudadoras de valores, factorías de legitimación. Una cosa es el Autor y otro nuestros intereses puntuales y personales. Hay una filiación entre la Norma, el Dogma, el Canon y la Ley del Valor en lo de jurídico y económico que la fórmula tiene. El juridicismo puede hacernos aprehender la forma regulada de la letra de una ley, de su texto, porque hay una creencia, internalizada y alienada, en el poder de ese texto. Ya decir la Ley, de manera dogmática, resguarda que las cosas responden a un orden (hasta natural) y no al azar de la libre creación. Que el Mercado quiera hacer valer por el peso de su Poder de LEY y no por la utilidad funcional o por las varas que hacen a las poéticas particulares, expone que se puede defender la ley por mera ortodoxia, por prebendarismo y no por la justicia, equidistancia, profundidad que deviene de tal aplicación. Si su texto no anima la verdad de que no todos los autores son iguales por razones de cuadro económico, bandera que si se abandona desustancializa su razón de ser, pese a las campañas de instalación de la Ley, terminan generando una alta conflictividad con quien es la excepción, a saber, el ‘creador a ultranza’, el creador sin concesiones. Ahí, ese éxito y poder logrado a partir de que la concientización de la ley le significa poco menos que ser oficializada, donde las advocaciones a ella son de rigor, lo que hace de la obligación de cumplirla, una literal coacción. El Autor que se defiende arbitrariamente desde el Poder, entra en contradicción con el supuesto resguardo al principio individual de libre creación, sin respetar equivalencias democráticas, y donde las singularidades víctimas, son potenciales fuerzas de caos, de negación, de desprecio, y un día hasta de disgregación si se insiste en esta vía sólo sustentada en la petulancia de los mercaderes. Su validez oficial entra en tensión con las necesidades de los artistas.
Cuando la flecha discursiva equivoca el blanco, en nombre de una Norma escrita, la Ley, la ilusión que ella es la verdad que manda, empieza a entenderse el ‘efecto censura’ que el Mercado promueve a través de sus agentes, donde las coerciones hocicantes se asocian siempre a saberes específicos, manipulados y digitados por propietarios que se llevan más de lo que pusieron.
(1) Ver nota de Jorge Dubatti en ARTEZ 159 (julio 2010): Eduardo del Estal: filosofía y teatro argentino