El Hurgón

¡Qué hacemos con este virrey? (II)

Había un demonio interesado en impedirle a la teológica Santa Gracia la permanencia de su tranquilidad, porque pronto se difundió la noticia de que los oficiales del batallón auxiliar preparaban la fuga de los virreyes. Se produjo un nuevo amotinamiento y el pueblo exigió la permanencia de éstos en la ciudad, “para que paguen los oprobios que cometieron”. Un miembro de la Junta se asomó al balcón y explicó que se trataba de una falsa alarma difundida por los agitadores, que no despreciaban oportunidad para recrear el caos.

La actitud dilatoria de la Junta resultaba sospechosa para algunos que habían sido separados, de repente, de toda participación, y que por ello se habían convertido en observadores implacables de los actos de ésta, y en orientadores del pueblo. Se destacaba entre éstos Jorge Andrés Muriel, un joven poco diestro en moderar la lengua cuando tenía algo que decir, y quien a pesar de haber contribuido con beligerancia y vocación a crear un bullicio oportuno el día del movimiento “fruto de las necesidades” fue relegado a la condición de ciudadano común y corriente, por manifestar en público la necesidad de tomar medidas más fuertes contra las autoridades depuestas, para demostrarle a la Metrópoli la seriedad del movimiento de independencia y confirmar que a los nativos no se les podía seguir conduciendo con un arriador, como si fuesen perros sin dientes. Instruyó al pueblo para que exigiera contra el virrey y su esposa un trato acorde con las circunstancias, como remacharles grillos y conducirlos a la cárcel en medio del escarnio popular, tal como hacían ellos con los amigos de la independencia en épocas de su gobierno.

La Junta se opuso, alegando que dicha petición era propia de gentes bajas, habituadas al odio y al ultraje.

-Así no es nuestro pueblo -afirmó un miembro de la Junta. Pero el pueblo insistió, y amenazó con ejecutar actos violentos para imponerse.

La Junta, rendida ante la evidencia condujo al virrey a la cárcel a través de un callejón formado por la multitud. Le remacharon los grillos en presencia de un enviado del pueblo, que debía constatar que se hacía su voluntad. Luego, las mujeres exigieron igual tratamiento para la virreina, aduciendo que en esos momentos tenía más alcurnia que ella cualquier verdulera de Santa Gracia. Fue conducida al Divorcio, a través del callejón de las mujeres, aprovechado por algunas para lanzarle improperios y colarse por entre las piernas de los guardias para rasgar sus vestiduras. Aquél espectáculo llenó de pesar a la ensimismada Berenice Diago. Esta, a pesar de los malos momentos que el régimen monárquico la estaba haciendo vivir, debido a la persecución que se emprendió contra su marido, hasta llevarlo a prisión, se abrió paso entre el tumulto, para defender a la infortunada mujer en cuyos desorbitados ojos se expresaba la difícil digestión del espíritu. Las enardecidas mujeres protestaron por la incomprensible actitud de Berenice, pues no entendían que hubiera olvidado tan pronto lo que le estaban haciendo a su marido.

La turbada mujer, mirando con insistencia al cielo, respondió:

-Los humanos no debemos anticiparnos a los juicios de Dios.

Los nobles reventaban de ira. Se reunieron en la plaza y empezaron a protestar ante el tumulto y a exigir una reparación moral. Le solicitaron a la Junta la excarcelación inmediata de los ilustres prisioneros y la ejecución de un acto público de desagravio. Del seno del motín nacieron voces preguntándoles a los nobles por qué pedían con tanta insistencia consideración para los verdugos, y uno de éstos respondió que no podía quedar en la impunidad una ofensa contra quien está investido de verdadera nobleza. La discusión recrudeció y la tropa debió interponerse para evitar daños físicos en las personas de los nobles que, en retirada, apelaron al recurso de la súplica, afirmando que los actos que se estaban ejecutando eran síntoma de una barbarie que no correspondía a las costumbres del pueblo santagraciano, pues estaban siendo inspirados por los agitadores profesionales, “que siempre hablan de nobles fines y se convierten luego en los verdugos del mañana”.

Los virreyes fueron sacados de sus cárceles en medio de gran solemnidad. Al virrey lo liberaron los señores de ceño fruncido, y a la virreina un selecto grupo de acongojadas señoras, que después le rociaron lociones para ayudarle a matar los malos olores de la cárcel. Una vez los ilustres liberados regresaron al palacio la plaza fue despejada y cercada por soldados de la infantería y la caballería que tenían la orden de impedir el acceso de quien careciera de una autorización de la Junta.

A la noche siguiente fueron vistos los sirvientes de algunos nobles de la ciudad sacando petacas y muebles del interior del palacio. A las preguntas de los centinelas del pueblo éstos respondieron que la Junta en su última sesión extraordinaria había decidido confiscar los bienes de los virreyes. La noticia se regó. En la plaza, desguarnecida por orden de la Junta después de estudiar la reacción popular, se congregó mucha gente a celebrar con vítores y descargas de armas de fuego poco responsables, la valerosa actitud asumida por la Junta. El pueblo, con sentimiento de señorío, solicitó, a través del Síndico Procurador General permiso para abrir tres días de fiesta. La Junta autorizó la celebración, de inmediato, pero advirtió que los festejos debían preludiarse con una procesión en honor a la virgen del tránsito, en la que desfilarían el cuerpo armado de infantería y de caballería, la población entera y todos los coches existentes en la ciudad, incluido el de los virreyes, que esa noche sería ocupado por algunos distinguidos miembros de la Junta. En la plaza, el pueblo desfilaba tranquilo porque podía observar las siluetas, a contraluz, detrás de las cortinas, en sus aposentos, del virrey y la virreina.

Al día siguiente la fiesta cesó abruptamente cuando se supo que el virrey y su esposa habían escapado. Algunos, que aún apreciaban sus siluetas detrás de las cortinas dudaron de la voz de alarma, pero no lograron contener la ira popular durante mucho tiempo. Cuando comenzó el amotinamiento la Junta ordenó la detención de los instigadores, prendiendo en primer lugar a Muriel, considerado por la nobleza como el agitador más peligroso de los últimos tiempos. El capitán García, pretextando riesgos para su integridad física solicitó un pasaporte para abandonar la ciudad, y la Junta se lo concedió.

 

 

 

 


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