Investigación y Pedagogía
Con frecuencia, dedicarse a la educación teatral en la actualidad se considera silenciosamente un desprestigio. Cuando un profesional dice ser profesor además de actor o director, en su rango artístico parece que, en vez de sumar, resta. Se piensa que probablemente la pedagogía es sólo una estrategia que le permite completar su manutención, porque su oficio sólo le da de comer a medias. Qué duda cabe de que hay muchos casos así. Al fin y al cabo, en una profesión que es una opción vocacional más que de supervivencia, el pluriempleo es cosa asumida y, puestos a elegir, dar clases puede ser una mejor salida que poner copas en un garito.
La pedagogía tomada como sueldo complementario, como mero flotador económico, cuando se convierte en un medio y no en un fin, se devalúa irremediablemente. Quien enseña entendiendo la educación sólo como sustento, como una actividad separada del oficio escogido, está abocado a ser mal pedagogo. Por muy colmado que esté de experiencias y sabiduría, la desidia y la rutina que ineludiblemente le acompañan tiñe todo lo que transmite y, en consecuencia, el alumno recibe conceptos tal vez interesantes, pero sin el pálpito ni el brillo necesario para hacer de ellos estímulos creativos. En tales casos el teatro y su pedagogía parecen oficios separados y, sin embargo, mirado con otros ojos, educar no es algo ajeno que posibilita dedicarse al teatro, sino que, de facto, es hacer e investigar en teatro. Analicemos el asunto entre la lingüística y la historia.
La palabra educación proviene de la palabra latina «educare» que significa guiar o conducir. Generalmente se entiende que es el maestro quien guía y conduce al alumno por el tortuoso sendero del aprendizaje. Ello sitúa al maestro en una posición de testigo distante. El alumno camina mientras él, acomodado en su vasta experiencia, dirige y observa. Explica pero no se implica. Esta estrategia puede ser eficaz en disciplinas donde el conocimiento varía muy poco en el tiempo o cuando el maestro no necesita actualizar más sus conocimientos. En situaciones en las que, sea quien sea el alumno, sea cuales sean los tiempos que corren, los conceptos a transmitir sean siempre los mismos. En el arte, y particularmente en teatro, la situación casi nunca es ésta. Toda expresión artística es inseparable de su época y, por tanto, está obligada a evolucionar a lo largo del tiempo; de la misma manera que todo maestro que se diga artista debe estar renovando permanentemente su técnica y su visión del arte, si quiere que sus obras permanezcan vivas. Desde esta perspectiva, el maestro, más que un guía pasivo, debería ser un serpa que hace el camino con el alumno por una ruta desconocida para ambos. Ante un terreno inexplorado, el maestro pone en juego no sólo su experiencia y sabiduría, sino su instinto, su audacia y su capacidad de riesgo. Quien enseña en esta disposición activa aunque ciertamente incómoda, donde educar en arte y practicarlo se solapan y se retroalimentan, tiende a ser mejor artista y mejor maestro. Y es que en teatro, aunque ningún plan académico lo especifique, el riesgo, la audacia y el instinto son parte de la técnica a transmitir.
Esta conjunción entre la creación artística y la educación es precisamente lo que distingue a la gran renovación del teatro del novecientos. Por eso Fabrizio Cruciani, con gran acierto, llamó “directores-pedagogos” a los grandes maestros del pasado siglo. Empezando por Stanislavski, pasando por Decroux, y hasta Grotowski, Barba o Bogart, todos ellos desarrollaron sus teatros formando a jóvenes actores en sus nuevas ideas escénicas. De hecho, sus laboratorios fueron en realidad proyectos que hibridaban la compañía de teatro y la escuela, como así lo evidencia el hecho de que en la denominación de dichas estructuras aparezcan palabras como Estudio, Instituto o Escuela. Para ellos investigación y pedagogía eran dos caras de la misma moneda, dos actividades complementarias de un mismo oficio. Educar no significaba transmitir desde el altar de la erudición un saber añejo, sino confrontar y validar en la práctica, con los alumnos más entusiastas, sus descubrimientos más recientes. En un círculo vicioso pero positivamente fértil, educando investigaban e investigando educaban.
A pesar de la zozobra cultural que nos toca vivir hoy día, no hay razones para pensar que esta idea que integra la investigación y la pedagogía haya dejado de ser válida.