El espectador de las periferias
Hay toque de queda cultural. Los peores augurios vaticinan perfectamente. Las arcas que guardan los dineros y las que guardan las ilusiones se vacían a igual velocidad. Incluso la palabra crisis está en crisis: se ha dicho tanto en tan poco tiempo que parece que ya no llega a describir la magnitud de la paupérrima situación que vivimos. Afortunadamente, en estos momentos donde el desasosiego es más contagioso que la gripe otoñal, la memoria, ese otro arca que nunca se vacía, siempre atesora momentos que a uno lo reconcilian con el teatro.
Uno de esos recuerdos míos, que son como salvavidas que a uno le lanzan desde el pasado, pertenece a Urones de Castroponce, un pequeño pueblo vallisoletano donde participé, hace exactamente un año, en el Festival de Teatro FETAL. El pueblo, asentado en las llanuras de Castilla, con unos 150 habitantes censados, de fachadas y callejuelas amarillentas desteñidas por el sol, envuelto en una atmósfera rural que es su seña de identidad, acoge uno de los festivales de Teatro Experimental más interesantes de España. Escrito así, a bote pronto, parece un milagro. A ese recóndito lugar, ante aquellos espectadores de entre tierras, han llegado propuestas escénicas que ciudades de mayor postín no han tenido acceso. Lo dicho, incluso dejándolo posar un poco, sigue pareciendo un milagro.
Al escucharlo lo primero que se tiende a pensar, con la neurona del prejuicio, es que en un ambiente tal, el teatro más arriesgado y menos convencional es tomado como una rareza que no merece atención. Y sin embargo, la realidad es la contraria. El año que estuve allí –y me consta que no fue la excepción–, el festival estaba perfectamente integrado en la rutina veraniega del pueblo. Sus habitantes y los vecinos de pueblos colindantes asistían con regularidad y entusiasmo a cada representación, participaban activamente en ellas y, una vez finalizadas, o al día siguiente, formaban corrillos contrastando pareceres sobre lo que habían visto. Espontáneamente seguían el guión soñado por cualquier programador. Conjunción de espectáculos sorprendentes y de espectadores deseando ser sorprendidos. Diálogo activo entre espectáculo y espectadores. Y en el post, debate entre los espectadores sobre el espectáculo y sus tentáculos ideológicos y estéticos. Así fue. El ambiente del pueblo durante el festival era teatro en estado puro.
Similares experiencias he vivido con las propuestas de la asociación Civitas en Salamanca o en los trueques del Odin Teatret en Polonia, donde espectadores de las periferias sociales y económicas se entregaban sin tapujos a teatros nada convencionales. Hechizos como estos tal vez no se puedan explicar completamente, si lo hiciéramos, probablemente perderían su carácter extraordinario. Pero sí podemos analizar sus desencadenantes. En tal caso, aparecen al menos dos circunstancias evidentes.
Por un lado, son propuestas que surgen de personas que entienden y aman el teatro desde su esencia, como la comunión artística entre grupos humanos que es, y no como un medio del cual extraer rédito económico o político. Dicha predisposición por parte de quienes promueven la cultura sería lo deseable, pero ya se sabe que generalmente, y más en estos tiempos, lo comúnmente deseable no siempre es la primera opción. Y por otro lado, parece que la propia idiosincrasia de los espectadores, con menos estímulos materiales a su alcance, alejados de las altas y últimas tecnologías, y el acceso a múltiples formas de cultura más restringido, favorece igualmente que aparezca el duende en este tipo de encuentros. En Urones de Castroponce, por ilustrar lo dicho con un ejemplo, no hay cine, discoteca, ni centro comercial y la cobertura de telefonía móvil se reduce a una pequeña zona en las afueras del pueblo. En la otra cara de la moneda, que aunque más rica no es necesariamente ni más interesante ni mejor, frecuentemente sucede lo opuesto. En ciudades más dotadas, numerosos proyectos bienintencionados, con el mismo objetivo de ofrecer nuevas propuestas teatrales, fracasan sin disimulo. La paradoja desata las preguntas.
¿Es cierto que los espectadores de entornos menos globalizados en su ocio tienden a sumergirse más hondamente en las nuevas (y viejas) propuestas teatrales?. O dando la vuelta al interrogante: ¿En contextos colmados por las nuevas tecnologías y sobrados de comodidades materiales se vive el teatro de manera más pasajera y superficial?. La retahíla no para: ¿Es por la misma razón por la que en América del Sur se vive y se aprecia el teatro de una manera tan particular? ¿Es el teatro más necesario y útil allí donde lo material no parchea las heridas de la existencia humana? ¿Puede entonces el teatro abastecer humanamente a los materialmente más desabastecidos? Con las reservas y excepciones que se quieran añadir, en estos contextos periféricos el teatro, contemporáneo o convencional, parece penetrar a una profundidad especial, siempre que venga respaldado por proyectos desarrollados con humildad, coraje y coherencia.
Hace poco se leía en prensa que a pesar de la situación económica, el número de espectadores en salas de teatro no se había reducido. No parece un dato al azar. Cuando las comodidades materiales menguan, la necesidad por el teatro no parece seguir la misma inercia. Tal vez las desangeladas circunstancias actuales conviertan a los espectadores urbanitas en espectadores periféricos. Tal vez esas mismas circunstancias nos hagan más permeables para el teatro. Quienes se dedican a las Artes Escénicas deberían afilar su sensibilidad y su instinto para no dejar pasar la oportunidad.
Posdata: La edición del FETAL de este año se prolonga hasta el 29 de agosto. Quien pueda que no se lo pierda.