Zona de mutación

Que la vida es un carnaval

bajtin en el bicentenario argentino

“Un carnaval no es una revolución. Después del carnaval, retiradas las máscaras, usted vuelve a ser, precisamente, el mismo de antes. En cambio, después de la tragedia, usted ya no tiene ninguna certeza acerca de quien es.” Por una curiosa sincronicidad, me cruzo con esta cita del dramaturgo inglés Howard Barker (al decir de alguna crítica, el mayor autor vivo en esa lengua actualmente), justo en el momento en que armaba esta reflexión referida al Bicentenario. Verán que contradice un poco esa idea de Barker. Esta forma histórico-cultural tiene entre nosotros una extraña conexión e historia. Cuando la Fura dels Baus revoluciona el Cono Sur al presentarse en el primer Festival Latinoamericano de Córdoba, en el ‘84, acontecimiento cultural impar tejido por el telar de Carlos Giménez 1, los que mayor rédito sacaron del mismo fue un grupo de muchachos originarios de la capital argentina, de quiénes surgieron a lo largo de los años distintas repercusiones de aquella conmoción, expresada en los colectivos ‘La Organización Negra’, ‘De la Guarda’, hasta la actual ‘Fuerza Bruta’. Para propios y extraños, aquel festival de Córdoba fue la mejor reunión de teatro de puro cuño latinoamericanista de toda la historia argentina. El oficio que Fuerza Bruta puso a rodar en el aniversario de la Revolución de Mayo, base de la Independencia declarada en mil ochocientos dieciséis, es por ende cultural, responde a una visión, y su ‘fiesta de los bobos’ del Bicentenario, una pirotecnia pura. Hay carencias en los patrones críticos que dificultan poner ciertas manifestaciones en su lugar, y también falta de ‘aggiornamiento’ de algunos patrones teóricos. Pero entusiasma que el carrocerío de este grupo reivindique un sentido de teatralidad popular que viene de los tiempos de la Edad Media, comparable a la jerarquización que los uruguayos hacen del arte de sus murgas, a los niveles de excelencia que ostentan hoy. Se trata de no dejar pasar algunas bondades, inscriptas en la citada vieja tradición de teatro occidental. Entre ellas los atisbos de carnavalización, en el sentido de Bajtín, que se apreciaban no sólo en la relación de extimización (opuesta a intimidad) con la que gente externalizaba confesionalmente su hasta, si se quiere, reprimido sentido patriótico en la plaza pública. El desahogo pareció el final de una agorafobia social. Extimidad identificatoria y no la que disuelve la individualidad en los ‘reality show’ de la TV. La carnavalización cundió cuando la multitud tarareó a voz en cuello, la parte instrumental del Himno Nacional, imponiendo a la canción patria, sus propios arreglos y pasión, así como secularizó la iconografía histórica como un blanco emocional de todos (ya no de militares u oligarcas agropecuarios), en una familiaridad que el crítico sentido de nación, cualitativamente sudamericano, sirvió para unir las escenas históricas reconocidas como referenciales y comunes. No menos carnavalizante resultó la desmitificación de la jerarquía ‘jefa de Estado’ (la presidenta entre la multitud), igualada a la demanda de su canto, su baile, su meneo, tanto como ese pueblo se ponía a su propia altura para externalizar su intimidad. La multitud estaba siendo observada (casi se diría que ‘vigilada’ por la inteligencia –servicios de inteligencia- de la derecha), en la escena de su historia y con su sola presencia estaba diciendo algo que supera lo que meramente pueda decir el partido oficial. La anulación de una distancia que se hace como re-conocimiento o demanda o re-instalación afectiva. La fiesta carnavalizada destituye en su prepotencia irreverente, las diferencias orquestadas, sociales, culturales, económicas. Si lo hace simbólicamente, porque tal democratización de las relaciones no es real, lo flamígero resulta ese gesto ritualizado. Un ritual que genera una hendidura por donde penetra un efluvio que representa otra cosa y a otras personas. La carnavalización produce una igualación irreverente donde la diferencia aparece des-mitificada por la propia desmesura política del estar juntos. Lo que se levanta es la evidencia de una historia no contada. Alguien podrá decir que esto es un conato de lo que podría ser si realmente si se conviviera con ese espíritu los trescientos sesenta y cinco días del año, ya sea porque la democracia real se manifestó como tal, o porque el socialismo impuso su visión del mundo, o porque el Mesías llegó. Con lo que el no ‘estar juntos’ es una estrategia de separación que queda prístinamente develada. En todos los casos, éste dato real expresa algo que en términos de plenitud o de estabilidad, funciona como utopía. Lo virulento es que es una imagen creada por el propio pueblo y no inducida por los designios individuales o partidarios de algunos políticos, aún cuando el gobierno pueda tomar el desembarco de las barriadas como una re-edición del histórico ‘17 de octubre’2 . En esto creo que lo programado apareció desbordado a puro deseo popular. Hablar de pueblo, des-jerarquiza las supuestas unidades que legitiman las diferencias. La carnavalización tiene ese rasgo de hacer que los símbolos, en este caso patrios, aparezcan no como signos detrás de una vidriera sino como elementos de uso, que portan el sentimiento práctico. Como si recibieran toda la carga emocional que ellos representan, pero donde lo espiritual se hace vívido, donde hasta la misma palabra ‘patria’ (afirmación de la propiedad del ‘pater’) se hace cuestionable. La virtualidad de los sentimientos se hace concreta. Y por algo así se entiende que la gente ‘gastara’ su himno, gastara los colores celeste y blanco de su oriflama identificatoria. Como dice Ernesto Cardenal, la gente los transformó en ‘poesía de uso’. Gastó un sentimiento, probándole su eficacia emocional. Y si no es indiferente todo esto, a partir de ser disparados por mecanismos culturales, se postulan como analizables y de la máxima atención cuando se entiende que toda una emoción popular, deja de estar en negro.

Carnavalización, por fin, porque todo esto fue canalizado por un perfil profano, de-solemnizante. El carromato, la carroza, están en la esencia del teatro como plataforma de sustentación pública, de una energía que de seguir a ras del suelo, sólo sería eso, rastrera.

 

1) Director argentino, originario de Córdoba, Argentina, emigrado a Venezuela, donde funda el Grupo Rajatablas y el Festival Internacional de Caracas.
2) Movimiento social ocurrido en 1945, cuando los suburbios arrecian sobre el centro de Buenos Aires reclamando por su líder preso: Juan Domingo Perón, lo que literalmente significa la entronización del peronismo en la historia argentina.

 


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