Un examen de independencia
Una numerosa procesión se avecinaba a Santa Gracia. Esta, que al parecer procedía del sur en realidad se había formado con gente que se le unió en todos los puntos cardinales, llamada por la noticia de novedosos y atractivos sucesos que estaban ocurriendo en Santa Gracia y que hacían posible el retorno de los fugitivos. Desfilaban curas, agobiados por el peso de incontables utensilios religiosos rescatados de las parroquias antes de la llegada de los ejércitos de ambos bandos, ancianos fruncidos por su larga convivencia con la esperanza de volver; artistas que desistieron de la idea de tomar partido por bando alguno durante la guerra, porque consideraban que el arte no debía mezclarse con las turbulencias políticas, sirvientes cargados con equipajes voluminosos, carretas llenas de frutos y flores de climas diferentes, varias centenas de mujeres jóvenes, de aspecto distinguido llevando cada una de la mano a un niño de escasos doce años, y por último, un santuario portátil en cuyo interior venía una virgen recién aparecida en el sur, con prestigio de milagrosa para la curación de los males espirituales.
A la voz de que la procesión se aproximaba toda Santa Gracia se volcó a las calles. De los balcones colgaron banderas blancas y cobijas multicolores. Desempolvaron los arcos triunfales que sirvieron para recibir al pacificador Morillo y al Jefe Supremo de la Guerra, Bellorín, cuando entró por segunda vez, y los pusieron en las esquinas principales como medida de prevención, en caso de que aquél desfile fuese de ilustres visitantes de otras partes. Pero, cuando supieron que la procesión estaba compuesta por nativos, que en su mayoría se daban por muertos la ciudadanía lloró de alegría. Comenzó a tronar la pólvora, y el entusiasmo fue tal, que “las de negro”, reacias siempre al exceso de paganismo en las celebraciones sugirieron que se pusieran en la plaza las anchas vasijas utilizadas el día de la fiesta de los oficiales de Bellorín, repletas de chicha, para que la gente calmara la sed, pues hacía varios meses que no se bebía ni se comía con holgura, porque el clero había impuesto una rígida abstinencia para agradecer, como era debido, los inmensos favores que el altísimo les había prodigado.
Soltaron los bueyes para que los negros de siempre les amarraran los cachos y salieran a asustar a la población, repartieron harina entre la muchachada para que se diera gusto, como en los buenos tiempos, embadurnándoles la cara a los desprevenidos espectadores, abrieron el circo, cerrado por Bellorín porque consideró esta fiesta propia de pueblos bárbaros y porque le recordaban con fidelidad el dominio de la monarquía, doblaron las campanas y su repique fue acompañado con el cántico de los milicianos cantores de Santa Gracia, que hacía tiempo no actuaban. El clero, aunque hizo algunos reparos a la fiesta, porque el pueblo comenzó a beber muy rápido, prometió guardar la calma hasta que se desenfundara toda la alegría, para comenzar a celebrar, esta vez por tiempo indefinido un oficio litúrgico.
La procesión llegó al centro de la plaza en medio de muchas ovaciones. Las familias volvieron a abrazar a sus seres queridos, a quienes les recriminaron, con ternura, haber guardado tanto silencio sobre su paradero. Los miembros del Congreso que escaparon de Santa Gracia cuando se aproximaba el ejército pacificador, y que también formaban parte de la procesión abrazaron a sus colegas, que habían abandonado el recinto en donde debatían asuntos de gran importancia, para presenciar la fiesta, manifestando gran alborozo porque, por fin, volvía a completarse el sereno quórum de otros tiempos.
El clero se felicitó así mismo por la valiosa adquisición religiosa, que era como un presente del cielo, cuando le entregaron al arzobispo la virgen recogida en el sur, a la que entronizaron de inmediato y le dieron el título de patrona de los buenos tiempos, y procedieron después a confinarla en la catedral, para impedir que la población continuara tocándola, porque estaban maravilladísimos con su presencia.
“Las de negro”, como si hubieran sido presa de una aparición cayeron de rodillas cuando descubrieron, casi al final del desfile, a las deshonradas doncellas con sus pequeños hijos llevados de la mano.
Empezó, entonces, tal estado de cordialidad que declinaron, como por encanto, los rumores, y cada quien habló con sinceridad de sus veleidades pasadas.
“Las de negro” explicaron que no habían renegado de Cristo, sino que su desesperanza las llevó al extremo de hacerlas dudar de la protección divina, y que por ello se olvidaron de asistir a la misa de cinco durante varios días. Los Arrubla prometieron devolver ese mismo día la custodia, cuyo robo se les endilgaba a ellos, y se excusaron diciendo que la habían tomado sólo para favorecerla del saqueo que tenían pensado hacer los oficiales del dictador, como llamaban en ese momento a quien más tarde llamarían padre de la patria, es decir a Bellorín, antes de partir. El profeta Margallo, sonriendo, como si nada le hubiese ocurrido, declaró que el proceder del diputado Escudero en contra suya se debió a un momento de ofuscación, y que le perdonaba, esperando que Dios también así lo hiciera.
Cuando cesaron las manifestaciones de cordial autocrítica la población empezó a atender a las jóvenes madres, que no soltaban a sus hijos por temor a que se confundieran con el tumulto. Debido a su agotamiento, y a que se les veía que habían contraído el mal de San Lázaro las trasladaron al convento más grande, en donde les dieron a beber agua de guarumo, hervida, para bajarles la calentura, les hicieron oler álcali volátil para matarles el recuerdo de los malos olores y les metieron los pies entre jofainas de plata que contenían agua serenada.
Al día siguiente desfilaron los miembros de las sociedades filantrópica y secreta, esta última, una especie de gobierno a la sombra que de vez en cuando informaba a la población sobre los actos que ejecutaba la dictadura y que no respondían a verdaderas necesidades de la república, porque no habían sido estudiados con la serenidad debida.
Al fin hubo una manifestación pública en la que los ilustres, que no habían vuelto a mencionar los sucesos pasados, por temor a que las palabras tuvieran el efecto mágico de convocar nuevos males, afirmaron su beneplácito por haber desterrado al genio ciclotímico de la dictadura.
Unos meses más tarde regresó el encargado de gobierno, Frutos Mejía, acompañado de una fastuosa comitiva de europeos en la que se destacaba un garboso príncipe de Francia, que portaba una valija repleta de pañuelos madrases para repartir entre las damas de Santa Gracia, por sugerencia de Mejía, quien le había afirmado que aquellas agradecían con holgura los regalos exóticos.
Los santagracianos, que por esos días habían depuesto la casi totalidad de sus odios, estuvieron muy animados y le tributaron al príncipe una feliz permanencia, esperanzados en que éste, cuando regresara a su patria, se llevaría como el mejor de los regalos, su corazón grabado con los más lisonjeros recuerdos de la ciudad y del afable comportamiento de sus ciudadanos.
Pero, aún quedaba una incógnita por resolver. Se trataba de la reacción futura de la gente frente a esos niños que llevaban sus madres de la mano, reconocidos como hijos de Morillo y de algunos oficiales del ejército español, porque luego se supo que las jóvenes se habían marchado voluntariamente con ellos para seguir disfrutando del amor eterno que les prometieron a cambio de lo que “las de negro” siempre calificaron de violación.
“Las de negro”, que ya habían hecho un estudio detallado acerca de ese asunto, dijeron, a manera de corolario:
-Cierto, son los hijos del verdugo, pero también llevan nuestra sangre, y por ello no podemos despreciarlos, pues no debe quedar duda de que la sangre de los sentimientos tiñe más que la derramada en mil combates.