El Hurgón

Arte y política

Parece ocultarse cada vez más el papel del arte, si es que aún lo tiene, pues cada vez son más ambiguas sus relaciones con la sociedad, porque no se sabe claramente si éste, según se ha creído siempre, sigue siendo el de dar una explicación de la realidad para encauzar una labor de transformación y hacer que el pensamiento logre cada día un mejor desarrollo.

Tradicionalmente el arte ha sido entendido como una especie de apoyo en el proceso de transformación social, como si fuera el aparato digestivo encargado de separar las ideas, como nutrientes, y llevar las mejores o las más contundentes al torrente sanguíneo de la opinión para que irriguen todo el cuerpo social y lo oxigenen. De ahí las suspicacias que sobre sus ejecutores han existido, y las condenas y persecuciones a las que han sido sometidos a lo largo de los siglos, aquellos que no han entendido a tiempo que hay un momento a partir del cual el producto artístico deja de ser mundano, para convertirse en parte del decorado social y ser llevado al museo para ser recordado sin las presiones de su contemporaneidad.

Esta metamorfosis, de lo mundano a lo cosmético, a la que creemos que es sometido el producto artístico, para mermar su intensidad compromisoria social, parece incrementarse, sin ningún control, en la época actual, una de cuyas características es la tendencia a la uniformidad lingüística, que produce la misma confusión que otrora impidió la construcción de la torre de Babel, porque donde no hay desacuerdo, no puede haber acuerdo, y se intensifica a medida que las crisis sociales se incrementan, para impedir que el anhelo de redención que hay por lo general en el fondo de cada obra, logre situarse en el plano de las discusiones, y es por eso que la actividad artística se vuelve cada vez más un asunto de distracción.

Pero no sólo de distracción, pues para dar la idea de su vínculo con lo social, los artistas exitosos terminan vinculados a organizaciones caritativas, que son auténticas multinacionales de la misericordia, actitud con la cual consiguen mantener su popularidad y preservar la vigencia de su producto, pues la caridad está de moda, debido a la gran crisis, y quienes la practican también reciben la bendición social.

El arte está dejando de ser un riesgo ideológico, y se está volviendo costumbre que muchos de quienes han dedicado una buena parte de sus ansiedades a ganar espacio social a través de alguna de sus disciplinas, cuando sienten que su producto comienza a declinar, buscan el camino de la política con el fin de evitar que con su imagen suceda lo mismo que con su producto. Este nuevo vínculo crea una relación de complicidad con el establecimiento, cuya cuota, para el artista, consiste en hacer de la cultura una actividad de masas, que contribuya con la uniformidad, porque se trata de llevar al espectador a situaciones que lo sustraigan de la angustia diaria, y la mejor forma de hacerlo es ofreciéndole espectáculos en los que sea posible hacerlo reír hasta de su propia desgracia.

Los nuevos vínculos que el arte ha empezado a construir con la sociedad, simulando una relación más entre el Estado y la gente, nos convidan a pensar en la condición del artista y a preguntarnos si su papel, según se ha creído siempre, sigue siendo el de diagnosticar, controvertir, analizar, denunciar, proponer, etc, etc, etc.

Esta es la nueva relación entre arte y política, distinta a cuando ambas se juntaban para estremecer las raíces sociales y terminaban generando grandes miedos, pues una buena parte de los artistas renombrados son miembros de la gran multinacional de la misericordia, porque son conscientes de que hay que estar con la moda, para no desparecer.

A pesar de todo seguimos creyendo que el artista es aún impulsado por el deseo, o la intención, o la decisión de romper el cascarón, para expresar su desacuerdo, y que su actitud, de la que hemos estado hablando arriba, es sólo una transitoria estrategia de supervivencia.

 

 


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