Zona de mutación

La ley del puerco-espín

Es notorio que la lógica del espectáculo, incluida su hipertrofia como ‘sociedad del espectáculo’ (SdE), que hace de toda la civilización un gigantesco ‘theatron’, se basa en el ver y éste, tal como lo plantea Merleau Ponty, en ‘tener a distancia’. La ley del puercoespín. Ya dicha distancia es la base de toda proxemia según la define Edward Hall, donde la organización del espacio resguarda el tener distancia para ‘ver’. Esa realidad que tiene en la visualidad su captación, se rige por la ‘ley del puercoespín’, que no se dejará manipular a costa de clavarnos sus pinchos o, al menos, así es como fue en el pasado. La SdE en su paso a lo inmediato, lo presentativo antes que lo re-presentativo, la exhibición cárnea del instante efímero, anula esa distancia y empieza a promover más bien una dramaturgia orgiástica y empastante, de contacto pre-textual, a-textual. Este proceso de des-espectacularización se presenta como desguace ya no de un sistema logocéntrico, según proponía Derrida, sino de una literal descerebración. El remedio está matando antes que la enfermedad. Las izquierdas ideológicas no alcanzan a captar el desgrane perceptivo y no hacen sino mantenerse en sus fijezas principistas, dando lugar a aquella frase de Raymond Aron (retomada por Lindsay Anderson en su film ‘Un hombre de suerte’, cuando Malcolm Mc Dowell caminaba con ella detrás pintada en un muro) que rezaba: “La revolución es el opio de los intelectuales”. Pero los artistas tienen una responsabilidad. Hay muchos indicios en los minimalistas, en Beuys cuando hablaba del arte como ‘campo ampliado’. Se desbordan los espacios liminales en la visibilización de lo invisible, lo íntimo, lo secreto, la familiarización impúdica con el pudor de otro en la pseudo-realidad sin distancia de los programas de TV. El teatro alimenta ‘teatralidades’ que operan de comentario, maquillaje, histrionismo ínsito a las situaciones, pero sin la distancia espectatorial del punto de vista. En todo caso, ‘visión’ pasa a ser el englobe indiferenciado de los cinco sentidos. El teatro pierde ese misterio que la ‘ley del puercoespín’ imponía. La representación era posible por las acotaciones a un infinito real, que se iban estrechando hasta una posibilidad perceptual. El bisturí que operaba ese ‘recorte’ era un determinado punto de vista. Hoy la dilución de los acotamientos masifica toda diferencia de los sentidos en un emplasto perceptivo informe, donde cada órgano pierde su especificidad. Deviene una pérdida de la eumetría, es decir, la buena medida de los movimientos, la correcta relación de las distancias, y hasta la capacidad de armonizar el impulso con la voluntad y objetivo al que va destinado. Ya lo específico no es nuestro ‘peso específico’ sino que queda reducido a lo que esa masificación hace de nosotros, y por lo que vemos, no hace otra cosa que salchichas, después de molernos, picarnos y ningunearnos. El eructo de todo ese sistema deglutiente es la sensación que producimos cuando estamos digeridos. Y así vamos por la vida como malas regurgitaciones. Así, ‘lo específico’ ya no es un acto re-presentativo sino presentativo, como los cubos-tumbas de Tony Smith, de Robert Morris, de Donald Judd, donde la prueba no es un relato sino un acto contemplativo donde la distancia sigue vigente. Similar al burro con la zanahoria. Por más que vaya a ella, ésta no se acercará. La representación antropófaga de los realitys-show, se degluten a su propio actor, donde el filo de la mirada corta una a-representación anonimizante que desforiza (opuesta a euforizar) y deprime al ignoto frente a la ‘famosidad’ que el cuerpo de los ‘qualunques’ de casting, conforman como alimento balanceado de las cámaras. Para que el espectáculo sobreviva, es improbable volver a la susodicha ‘ley del puercoespín’. Nunca está bien volver. La mediología ha gastado al teatro como medio, se lo ha deglutido y defenderlo por mero puritanismo, no hay duda que es antiguo y obsoleto. Las políticas teatrales empiezan a ser folclóricas, por lo que se imponen salidas activas y arriesgadas que nos indiquen si la pulsión teatral aún está viva y peligrosa, hasta imponernos distancia con sus puntas.

 

 


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