Las industrias culturales (I)
La palabra industria parece demasiado densa como para apellidarla cultural, porque la unión de estas dos palabras genera una impresión de brusquedad verbal, y de estar frente a un mecanismo hecho con piezas encajadas a la fuerza, cuyo funcionamiento se halla en un manual de funciones escrito en un idioma poco comprensible; pero quienes están decididos a maquillarle el rosto a la realidad, para facilitar los procesos actuales de mercantilización de la vida en todos sus niveles, no reparan en los estragos estéticos que las caprichosas adiciones lingüísticas producen, porque éstos no van detrás de ninguna conquista social sino de la consolidación de la rentabilidad.
La estética del lenguaje tiene incidencia importante en la percepción del ser humano de su realidad circundante, y por eso todo aquello que es nombrado de manera inadecuada crea percepciones erróneas, y modifica el estilo de convivencia con su reiteración, porque la palabra no es un medio de expresión inocente.
La palabra industria, apellidada cultural es, en principio, una combinación antiestética, incómoda, y de difícil digestión intelectual, pues, se nos antoja suponer, con el permiso que nos da la contemporaneidad, de tener antojos teóricos, cada vez que queremos parir una idea, que el término industria, visto desprevenidamente, atendiendo a su acepción coloquial, según la cual su pronunciación sugiere algo así como gente produciendo mercancías en serie, desluce este apellido porque lo relaciona con una actividad orientada a producir mercancías de consumo inmediato y masivo, cuyo proceso productivo es cada vez más un misterio debido al ocultamiento que de sus componentes hace la publicidad para poder vender un producto sin someterlo al riesgo del discernimiento.
Pero también la palabra industria es intimidatoria para quien desarrolla una actividad que tenga como objetivo realizar actos de cultura relacionados con la explicación de la vida en sociedad, porque muchos de quienes ejecutan acciones de cultura signadas por la responsabilidad social y la vocación, si bien es cierto que son personas muy industriosas a la manera de una de las acepciones de esta palabra, que habla de maña, destreza o artificio para hacer algo, debido a que por lo general detrás de cada gestor cultural también hay un creador, en cuanto a la otra acepción del término que se define como un conjunto de operaciones materiales ejecutadas para la obtención, transformación o transporte de uno o varios productos, sus habilidades suelen ser escasas.
No incluimos a todos los que mantienen una relación con la actividad cultural, porque en este campo de la vida existen también quienes han convertido a la cultura, no tanto en una industria, porque no producen nada, pero sí en una fuente de ingresos, porque sacan dividendos a partir de la promoción y posterior venta de lo que otros han producido, sin correr ningún riesgo, porque no han aportado al proceso de producción. Estos, lógicamente, son los principales impulsores de las llamadas industrias culturales, y no los gestores.
La palabra industria sugiere de inmediato una perversa división entre pequeña, mediana y grande industria cultural, y es a partir de dicha división cuando surgen la mayor parte de los problemas estructurales que está padeciendo la actividad cultural, pues en bien sabido que las llamadas reglas del mercado libre permiten el crecimiento de la industria a través de métodos no convencionales, porque como lo que importa es la demanda, es preciso bajar la calidad para poder disminuir el precio.
Esto está sucediendo con la cultura, después de ser bautizada con el nombre de industria, como trataremos de explicar en los comentarios posteriores.