Críticas de espectáculos

Littoral/Wajdi Mouawad

Guardando la memoria de todos los nombres

 

Obra: Littoral, representada en francés con sobretítulos – Autoría y dirección: Wajdi Mouawad – Intérpretes: Jean Albert (El caballero Guiromelán), Tewfik Jallab (Amé), Catherine Larochelle (Simone), Marie-Eve Perron (Joséphine), Lahcen Razzougui (Massi), Emmanuel Schwartz (Wilfrid), Guillaume Sévérac-Schmitz (Sabbé), Richard Thériault (El padre) – Escenografía: Emmanuel Clolus – Iluminación: Martin Sirois – Sonido y técnico de sonido: Yann France – Vestuario: Isabelle Larivière – Producción: Au carré de l´Hypothénuse (Francia) & Abé Carré Cé Carré (Quebec).

 

Se cierra este ciclo de una Mirada al Mundo del CDN con un montaje excepcional, el de la pieza Littoral con la que se abre la tetralogía titulada Le sang des promesses del autor y director de origen libanés, formado en Quebec, Wajdi Mouawad, de cuya segunda parte, Incendies, ya tuvimos ocasión de hablar aquí hace apenas unas semanas con ocasión de su reciente reposición en las Naves del Español del Matadero de Madrid (¡bravo por la excelente “coordinación” entre nuestros teatros institucionales!).

Como Incendies, Littoral es la historia de un viaje que nos lleva desde Canadá hasta Oriente Medio, desde la provincia francófona de Quebec hasta las montañas del Líbano (tampoco aquí nombrado expresamente). Y es que el joven Wilfrid, que a pesar de su nombre wagneriano se expresa con un inconfundible acento “quebecois”, acaba de perder a su padre. Estaba echando el polvo de su vida cuando sonó el teléfono y se encontró en la calle, compartiendo cabina en un “sex-shop” con un obseso de la masturbación, a la espera de que abrieran las puertas de la “morgue”. De allí saldrá con un maletín rojo que contiene las cartas que le escribió su padre y nunca le envió, el relato de un hombre y un pasado bien distintos de los que le contara su familia materna. Wilfrid entra en barrena, nada raro sabiendo cómo es, un adolescente que no se encuentra y contempla la vida desde fuera, como si estuviese rodando una película. Y que, para más “inri”, resuelve sus problemas con la ayuda de Guiromelán, un caballero de la Mesa Redonda que viene acompañándole desde cuando era niño. Sus tías y sus tíos, con los que se ha criado, terminan sincerándose con él: nunca permitirán que el cadáver del padre repose junto con el de la madre en el panteón familiar. Él fue quién le dio muerte al dejarla preñada sabiendo que su constitución, tan frágil, no aguantaría el parto. Así que no le queda a Wilfrid más remedio que cargar con el muerto a las espaldas y tratar de darle sepultura en su tierra natal, un remoto lugar que se sitúa al extremo oriental del “mare nostrum”…

Cuando se tiene la oportunidad de ver de nuevo una obra que te fascinó en primera instancia, como a mí me ocurrió con Littoral, procuras mantenerte alerta desde que da comienzo y, procurando eludir su efecto hipnótico, intentas entrever su maquinaria, ese delicado juego de engranajes escénicos que va creando en el público la ilusión de que lo que perciben sus sentidos pasa directamente, sin más intermediarios, a su corazón y entendimiento. Por un instante, todo parece muy sencillo, el mecanismo es simple, no hay trampa ni cartón: situaciones de la vida ordinaria retratadas con originalidad, interpretación desinhibida a cargo de jóvenes actores que nunca paran quietos y que siempre parecen a punto de danzar, sencillez en la plástica de los decorados y el “atrezzo”, oportunidad de los apuntes musicales, adecuación de las luces a la emotividad del momento… Atisbos críticos que pronto resultan arrasados por la fuerza, el aliento poético y el poder de convicción de ese torrente emocional que es la propia representación de Littoral. Y es que su hechizo no puede descomponerse en piezas separadas – texto, actuación o artes escénicas por sí solos – sino que reside en cómo se conjuntan, en el ansia con la que se ensamblan, en el arrebato con el que culminan su unión.

Ahora que, por ejemplo, estamos a mitad de la obra y, tras el paroxismo de la huida de Wilfrid y su pesada carga de Quebec, vivimos un momento de calma sobre la escena, surge de la penumbra la figura de un hombre alto, vestido con una túnica antigua, cegados los ojos por una venda negra y ayudándose con una larga vara en su fatigoso caminar que no puede ser otro que el poeta Homero. Todo cabe en el teatro de Wadji Mouawad. Y más cuando la irrupción del viejo bardo y los versos que recita de La Iliada – Príamo suplicando a Aquiles que le devuelva los restos de Héctor para darles debida sepultura – además de venir cumplidamente a cuento con la particular odisea de Wilfrid, va a marcar un punto de inflexión en el sentido, tanto físico como espiritual, del viaje de éste. En la región a la que acaban de llegar, todos los cementerios desbordan de cadáveres. De modo que tendrá que desandar el camino y bajar por la montaña al valle hasta encontrar una fosa disponible. Pero no va hacer el recorrido solo. Le va a acompañar todo un grupo de jóvenes que perdió a su familia en la guerra civil libanesa. Primero se encuentra con Simone, la mujer que canta (como Nawal en Incendies), luego con Amé, el que lee los mensajes que Simone le envía río abajo y le responde haciéndole señas con su linterna, más tarde con Massi y Sabbé, los que se ríen juntos y, por último, con quien apunta los nombres de los muertos, Joséphine. Su propósito, ir de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, contando sus historias en las plazas, para que nadie se olvide de las víctimas, de cómo se llamaban, de qué forma fueron asesinadas, de porqué las mataron… Y así, con esa compañía, Wilfrid se hace mayor, no necesita ya ni a su padre, un cadáver, ni al caballero Guiromelán, un sueño. Se acabó la película y ahora le toca vivir su propia vida, enfrentarse a la realidad.

Desde Littoral, toda la tetralogía está esbozada. Ismail, el padre que aquí muere, prefigura a Nawal, la madre que fallece en un hospital de Quebec al comenzar Incendies. Wilfrid se desdobla en esta obra en los hermanos Simón y Jeanne (así se llama también la madre de Wilfrid) y su nombre germánico anuncia la tercera parte de la saga, Forêts, que se desarrolla parcialmente en Europa durante las dos guerras mundiales. Como Wilfrid y Simón y Jeanne, Loup, la protagonista de esta tercera parte, también sale de Quebec en busca de sus raíces familiares. Y los cuatro viven su juventud “como si tuvieran un cuchillo en el cuello”. La guerra está por todas partes con sus secuelas de barbarie, crueldad y destrucción. Y los jóvenes son conscientes de ser ellos las principales víctimas y estar pagando los errores cometidos por los padres, que tan sólo tienen hijos para seguir alimentando los pudrideros de la guerra civil, como se ejemplificará en Ciels, la última entrega de la serie.

Lo mismo que se entreveran sus historias, se mezclan las imágenes en el teatro de Wajdi Mouawad. Es su manera de contarnos la realidad, no mediante un relato explícito y organizado, al modo del teatro documental, sino mediante esos golpes en el hígado y los bajos fondos con que nos suele asaltar la vida. Y entre estas imágenes, las hay muy bellas y concretas (nunca sensibleras) en Littoral. Humorísticas como en la escena del “sex-shop”, agridulces como la muy conseguida de la reyerta familiar que trata Mouawad con el realismo deformado de la farsa, dramáticas como la muerte de la madre tras el parto, envuelta en un paño rojo y cubierta de pies a cabeza por pintura del color de la sangre (una constante en el teatro del autor ésta de venir al mundo con dolor, como se seguirá viendo tanto en Incendies como, sobre todo, en Forêts). O francamente risueñas como la emoción y el asombro de los expedicionarios al ver por primera vez el mar y bañarse en él. Tal vez sea porque Littoral esté escrita en un tono menor y más sosegado, las narraciones que hacen los jóvenes de los asesinatos de sus familiares (incluso alguno llegó a morir a sus manos) no alcanzan, con ser desgarradoras, el patetismo trágico del relato de Sawda en Incendies. Claro que la guerra civil ha terminado, aunque permanezca latente en el país. Una última parábola, concluyente, cierra la obra con la aparición de Joséphine. Desde antes de entrar en escena viene cantando nombres y apellidos, los de las víctimas de la contienda, que se ha propuesto llevar en un registro para que no se olvide ninguno. Arrastra además varios paquetes: son las guías telefónicas de los pueblos y ciudades del Líbano que, junto con sus patronímicos, guardan la memoria de sus habitantes, las mismas guías que servirán para lastrar el cuerpo de Ismail en su viaje final al fondo del mar, en donde por fin reposará como “guardián de los rebaños”. Hermosa alegoría para estos litorales mediterráneos nuestros, siempre arrasados por múltiples cruzadas, la guerra civil y la violencia.

Si alguna enseñanza teatral hubiésemos de sacar de la obra dramática de Wajdi Mouawad, yo la resumiría en dos lecciones. La primera, inexcusable, es que no se puede llegar a ser un gran dramaturgo si no se es primero un gran poeta. No estoy diciendo que no se pueda hacer un buen teatro sin serlo, que se puede, pero ese ámbito superior en que se mueven los trágicos antiguos, o los isabelinos, o los clásicos nuestros de los corrales, o Valle o Lorca, es coto reservado para los poetas que tienen el valor de escribir para la escena. Y la segunda, no menos importante, se refiere a esa obsesión por el texto dramático que cultivan nuestras instituciones dotando premios, becas y talleres sin fin, que son baratos, y olvidándose por completo de que lo dramático, para ser arte, tiene que ser representación, que es onerosa. Lo mismo digo que antes, que puede que haya autores, sentados en sus mesas de despacho, que lleguen a escribir un buen guión, pero que para alcanzar la dimensión estética del teatro de un Wajdi Mouawad hay que dejar el toreo de salón, subirse a un escenario, trabajar mano a mano con los actores y entender para qué sirve una mesa de luces o sonido (por no decir una cámara de vídeo o un rayo láser).

Y un último deseo para terminar. Y es que, en su periplo por las costas del Mediterráneo, Simone, Amé, Massi, Sabbé y Joséphine lleguen a nuestra orilla y, penetrando hasta el último rincón del país, recojan en sus listas los nombres y apellidos de todas nuestras víctimas, cementerio a cementerio, fosa a fosa, llevando a cabo la piadosa labor que, por indiferencia o cobardía, no nos atrevimos a hacer nosotros.

David Ladra

 


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