Una confusión contemporánea
El término “contemporáneo” me confunde. Diccionario en mano, la cuestión parece clara. Lo contemporáneo es aquello que pertenece o es relativo al tiempo o época en que se vive. Si hablamos en presente, el arte contemporáneo es, por tanto, el arte que tiene lugar en la actualidad. Es decir, lo que hace contemporáneas a las cosas es una característica temporal. Si algo sucede en el tiempo en el que se habla, es contemporáneo. O dicho a la inversa: el arte que ya fue, el que corresponde al pasado, y aquel que vendrá en el futuro, por exclusión, nunca serán contemporáneos. Se puede decir de forma más complicada, pero por estricta definición la cosa es fácil.
El enredo comienza porque el sentido que generalmente se le otorga matiza el significado meramente académico. Así, lo contemporáneo en arte no es vagamente todo lo que se hace en la época presente, sino aquello que específicamente surge en las circunstancias actuales. Esto es, el arte contemporáneo sería aquel que se sirve de las herramientas comunicativas propias de la época actual para elaborar su lenguaje. De tal forma que una puesta en escena sería contemporánea porque entre sus recursos o en la manera en que éstos se tejen, se reconocen elementos característicos de la época en la que se ha creado. Esto nos conduce a pensar que aquellas propuestas que utilizan las nuevas tecnologías son particularmente contemporáneas. Es obvio. Sin embargo –he aquí una excepción que frecuentemente se desatiende–, hay creaciones que, bajo el mismo prisma, también son contemporáneas aunque no hagan uso de tecnologías de última generación. Y es que más allá de lo material, también existen formas de humor, de hablar, de narrar, de concatenar acciones, de moverse o de pensar que son contemporáneas, que son consustanciales a este tiempo que vivimos y que (últimamente) tanto padecemos. La cuestión se ha vuelto un poco más compleja de lo apuntado inicialmente, pero mantenemos el criterio a flote. Aplicado desde esta perspectiva, lo que se instituye como contemporáneo permite ofrecer espacio a aquellos proyectos que no siguen la inercia del pasado y que emergen especialmente vinculados a los nuevos tiempos.
Sucede que el adjetivo contemporáneo, como tantas otras palabras, nace con la imperfección de no poder definir la idea que lo contiene para todo el mundo por igual, de tal manera que lo que es contemporáneo para uno, para otro no lo es. Las preguntas florecen sin regarlas: ¿Cuándo deja un espectáculo de ser contemporáneo? ¿Quién decide que ciertas cosas que se hacen hoy pertenecen al pasado? ¿Puede una compañía veterana continuar haciendo teatro contemporáneo? ¿Puede una obra clásica representarse de tal modo que en su conjunto sea catalogada como contemporánea? Etc. La discusión puede ser lógica y hasta enriquecedora, mientras no se olvide (insistimos) que lo contemporáneo concede una característica temporal, que describe aquello inherente a la época a la que pertenece.
La verdadera confusión me sobreviene, precisamente, cuando el término en cuestión ya no define una circunstancia temporal y se convierte en una marca de estilo. A ver si logro ser claro explicando mi confusión. En la actualidad es frecuente asociar la noción de teatro contemporáneo a una determinada estética creativa. Me permito dibujar tal estética con palabras de brocha gruesa: aquella que mezcla técnicas de danza, teatro o artes plásticas, que tiende a la utilización escénica del vídeo, que aplica una dramaturgia fragmentaria y que se sirve para su ejecución de la acción directa propia de lo que se llamó Happening. Qué duda cabe de que, siquiera por abundancia, este tipo de creaciones constituyen una parte importante del arte escénico actual, tanto que incluso podrían formar un género propio. Sin embargo –he aquí el meollo de la confusión–, este tipo de creaciones aún siendo contemporáneas, aún perteneciendo a la presente época, no tienen la exclusiva de lo contemporáneo. Para que se entienda: es tan contemporáneo una creación que sigue los presupuestos artísticos mencionados, como otra que, sin seguir tal receta, plantea un lenguaje innovador que se corresponde con la actualidad. Resumiendo: lo contemporáneo es una característica de tiempo, no de estilo creativo.
Esta confusión deviene en problema cuando bajo el nombre “teatro contemporáneo”, sólo tienen cabida propuestas que se acogen a una determinada estética. Como efecto colateral, por no asumir dicha estética, otras propuestas quedan apartadas de lo contemporáneo, a pesar de acreditar sobrada calidad y de poder ser catalogadas como contemporáneas bajo los razonamientos expuestos. En tales casos los criterios de estilo prevalecen sobre los criterios de calidad. Y esa es una perspectiva confusa e, incluso, dañina por lo que tiene de excluyente. La calidad nunca puede pasar de moda. O dicho al contrario, para que no haya dudas: la calidad debería ser siempre contemporánea.