Dialogar es tan simple como el mar
cómo se prepara el actor para el diálogo
Es común que el actor interprete que el director le pide naturalidad y como está focalizado en hacer una interpretación convincente, resuelve el juego complejo de piezas de la composición ‘actuando’ lo natural, y no ‘siéndolo’ cabalmente. Hay muchos actores, cotizados y muy bien pagos, que pertenecen a esta franja. Son actores con ‘oficio’ (se suele decir) que saben muy bien lo que tienen que hacer. Así que la consigna de un director, sería más bien desestructurarlos para que no sepan, para que se brinden desde otro plano más genuino (Miles Davis decía a sus músicos: «toquen como si no supieran»). Ese plano ‘otro’ es la capacidad real y material de vivir la situación. Este tipo de actor, cuando entran focalizados egocéntricamente a la situación, la fuerzan, la violentan a base de corrección, pero arruinándola en la pretensión de hacerla simple y grande como el mar. Es que obstaculizan los flujos naturales de la energía escénica y entre otras cosas, no se comunican realmente con su interlocutor (compañero). Son una rémora de la energía escénica en beneficio propio. Así es que vivir la situación no implica ser natural a costa de actuar una idea de naturalidad, porque la única forma en que la situación puede vivir, es creándola. La situación no pre-existe, se crea y es el actor quien lo hace en vivo. Esa es su acción (instalada como acción interna que se manifiesta en el espacio). Y acá veamos el doble emplazamiento actor-persona, esto es, el actor en situación de actuación-la persona en la vida cotidiana. El psiquismo del actor en situación debe resolver por discontinuidad, sus estímulos son cambiantes, selectivos, mientras en la vida diaria no hay tal selección y el pensamiento y su expresión, advienen sin solución de continuidad. La discontinuidad (el actor en escena), es el proceso por el que se activa la memoria. Lo que separa a una misma frase dicha en la vida cotidiana o en la escena, marca en la conciencia del actor, lo que ha de tener en cuenta para solventarla con propiedad. Cuando esa frase, escuchada por un espectador, suena tan convincente como en la vida diaria, habrá un conjunto de gente (actor, director, espectador) que dirá que el objetivo está alcanzado. Pero si el objetivo sólo fue hacer el ‘efecto espejo’, y el cuerpo del actor ha sido el agente (sumiso) de ese repicar de la realidad en escena, sólo estaremos diciendo que el arte del actor consiste en copiarla. Hablaremos de una ‘eficacia naturalizadora’ que se hace en base a una concepción de lo real. Si ésta es enajenada a un concepto dominante del mundo, como el actual, el gesto, la masa expresiva, portará el ADN del espíritu capitalista. El actor que se interesa por el plus (arte), por lo que no está para copiar, por lo que no está dicho ni nunca se dice porque no se piensa, es un actor que se libera. Ese plus, estaría en saber manejar con propiedad las costuras de dicha discontinuidad. La discontinuidad es el testimonio de que el actor conformará sus signos expresivos, a través de un proceso complejo de elección-decisión-voluntad-memoria-articulación-ritmo-asociación-condensación-repetición-preparación, etc. En el diálogo dramático todo el tiempo se activa en la percepción del actor libre esa especie de ‘vista previa’ que atestigua que lo general está asimilado. Son proporcionalmente pocos los actores que dialogan bien, porque en tren de convincentes (verosímiles) focalizan su empatía en saber seducir y convencer con ella. Y el mal director los influencia para que se queden ahí. La importancia de lo artístico es que es lo que libera. El diálogo es ni más ni menos que un engranaje, donde la frase de uno se potencia físicamente en la del otro. No obstante vemos diálogos no engranados y sin embargo, como están mecanizados por la memoria, pueden avanzar. En una máquina, cuando se rompe el engranaje, es probable que la máquina se trabe y se rompa. Pero, ‘hacer avanzar la frase’ es un error, semeja al diálogo de sordos. Se trata de engranar la frase, lo que debiera ser tan leonino que fuera a costa de quedar mudos. El habla también crea una acción que la sustenta y hay que descubrirla. En ese proceso de engranar se ve la compenetración del actor, su precisión, su tempo. Ese actor sabe que lo que se dice, funciona en profundidad por lo sonoro y lo que está haciendo es poco menos que música. El diálogo ritualiza el habla colectiva por el sonido. El actor ya era un músico aleatorio, antes que la música aleatoria se manifestara en el mundo. La ‘preparación’ respiratoria, es una capacidad quirúrgica de anticipar las condiciones psico-fisicas para tocar la tecla en el momento justo, para que la frase muerda y encabalgue a la del compañero, y para esto uno está presto, lúcido, suelto, disponible, despierto, en un estado de no pensamiento, con la escucha perceptiva integral. Uno no piensa sino que es pensado por la propia acción, antes incluso que por un ritmo espontáneo. La escucha perceptiva integral funciona a 360º, en un sentido esférico que neutraliza los arriba-abajo, los adelante-atrás, en cambio en la vida cotidiana, funcionamos a lo sumo con los ángulos visuales, perceptivos en general, acotados a un máximo de 180º. La ‘percepción esférica’ demanda preparación, entrenamiento, estudio de sí mismo. Hay un momento en que se siente que la disponibilidad frente al compañero, me demanda escucharlo y emplazar simultáneamente para responder. Para eso el habla en escena es corazón. Sístole y diástole al mismo tiempo. Las venas traen contaminación informativa, las arterias devuelven vividez. Sin el arte del habla del actor, daría lo mismo que el espectador leyera en un papel lo que se dice. El actor dialogante adivina la intención del compañero, capta la pulsión. El actor en escena, aparte de ser un radar, es un sensor, un aparato de rayos X, un electrocardiógrafo, y el que los comanda es un mago. Uno no actúa la naturalidad sino que crea un signo de vida, eso es natural. En el diálogo los hablantes se ponen en frecuencia. Uno podría trasladar la figura al movimiento y hablar ya no tanto de partitura como de coreografía del habla. O podría trasladarlo a los elementos y hablar de danzas de agua, de tierra, de aire, de fuego. El actor es un cirujano dramático, de su precisión depende que la situación viva. El hombre que va por la calle no tiene intenciones montadas para la situación que va atravesando y que por otra parte, no creó. El hombre en escena sí las tiene y el ‘efecto de espontaneidad’ surge de su capacidad de apretar las teclas adecuadamente, de modular con propiedad, de ser penetrado genuinamente por el viento del otro, y como un árbol sensible, acusará sobre sus copas y su savia, el efecto sincero de ese estímulo. Luego, por la magia de su aparato psico-físico, cuyo grumete es su propia imaginación, el viento será él en la réplica, y el árbol el compañero en una danza de oposición complementaria, una enantiodromía, según el antiguo principio de Heráclito.