El Hurgón

Los cuentos no envejecen

En el tema de la narración oral, actividad que aún se halla en estado de cocción, se encuentra gente que pasa mucho tiempo explorando los para qué de dicha actividad, sobre la cual aún no existe acuerdo acerca de si llamarla arte u oficio, pues algunos la acometen con la responsabilidad de comunicar algo y de hacer una convocatoria de la memoria colectiva, y otros la aderezan para intentar vivir de ella.

Pero, suceda lo que suceda con la narración oral, tenga ésta el objetivo que cada quien le imponga, bien sea el de divertir, el de ayudar a recordar, el de reintegrar, el de embaucar, en fin, cualquiera sea su función, lo único cierto es que los cuentos no pasan en vano, y a pesar del tiempo que sobre ellos transcurre no pierden su fuerza, y su memoria no envejece.

Son muchas las anécdotas que confirman lo aseverado en el párrafo anterior, y de las cuales esbozaremos una, finalizando este escrito, dada como testimonio de vida por la narradora oral uruguaya Stella Maris Zaffaroni, una mujer que aún no sabe si se metió a contar historias por la necesidad de recordar episodios de su vida, que ciertos momentos de la misma, signados por el afán de huir no le permitieron consignar a conciencia en su cerebro, o si llegó a la narración oral por la misma razón por la que han llegado otros, para tenderle trampas a ese momento de la vida que comienza a parecerse al declive, y que la costumbre recomienda resolver con el retiro.

La narradora oral en cuestión al parecer encontró resistencias en su ciudad, Montevideo, por parte de quienes, por llevar algún tiempo porfiando con el tema, se consideran con autoridad para definir quién puede o no contar historias, y por eso decidió hacer lo que terminan haciendo quienes no se dejan vencer por los obstáculos, y empezó a buscar la justificación a su empeño, al menos para demostrarse a sí misma si la elección que ha hecho para entretener los años de su cuarta infancia, ha sido acertada.

Lo primero que descubrió la narradora oral en cuestión es que cuenta historias, porque tiene una necesidad impostergable de ordenar los recuerdos, tanto propios como ajenos, muchos de los cuales, sino todos, fueron el fruto de vivencias creadas en tiempos de persecución, cuando la velocidad del cuerpo, huyendo, era superior a la de la mente, y los recuerdos se instalaban en tropel y permanecían inestables, como ocurre con nuestros cuerpos cuando viajamos en transporte masivo, durante la denominada hora pico; y lo segundo que descubrió es que contando historias se pueden ir acercando los recuerdos, sin experimentar todo el dolor a solas, pues en medio del relato siempre hay alguien que se identifica con éste, porque ha vivido algo similar, o simplemente lo mismo, lo cual nos lleva a sentir esa cierta tranquilidad que da el descubrir que no somos únicos en la adversidad.

En su búsqueda de un espacio adonde su relato fuese, más que un entretenimiento un redescubrimiento de la vida no vivida, porque muchas de las historias que cuenta Stella Maris Zaffaroni son de vida pendiente, encontró un sitio, cuyo nombre y detalles omitimos a petición de la misma, en donde al entrar por primera vez sintió la indiferencia que había visto deambular en reclusorios de su país y de Colombia, adonde ha realizado dinámicas de animación a la narración oral, porque la gente que encontró en dicho sitio son personas de edad avanzada, desahuciadas por las ilusiones y en proceso de extinción de esperanzas.

La primera historia que contó en dicho lugar, y que además narró como una experiencia suya, fue la de una niña que pasó varios días intentando saltar un muro que había entre el solar de su casa y el de la vecindad, para agarrar un pájaro que venía a comer en las mañanas, cuyas alas, por su gran tamaño, le producían fascinación y la llevaban a desear ver la vida desde arriba, y que cuando estaba a punto de lograrlo, porque había descubierto un pasadizo subterráneo a través del cual podía pasar de un solar al otro, sin saltar, sus padres decidieron cambiar de domicilio, y malograron así la conclusión de su primer proceso completo de aprendizaje en la vida.

Cuando Stella Maris Zaffaroni terminó de contar su cuento, una mujer, de edad muy avanzada, en cuyo rostro se había estado produciendo una metamorfosis emocional, que la contadora de historias fue deletreando a medida que se acercaba a ella, y que empezó con una expresión de hastío y terminó con una sonrisa parecida al comienzo del llanto, le hizo un gesto pidiéndole que aproximara su rostro al de ella, y le dijo, en tono confesional:

– Nunca creí que contar un cuento sirviera para algo.

-Yo tampoco– respondió la Zaffaroni. Sólo ahora empiezo a comprenderlo.

-Volvé – le dijo la mujer, con marcado acento de ruego, apretando su mano derecha y soltándola después, lentamente.


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