El actor débil
la fantasmidad de una post-mirada
El actor de la no-representación, el de la no-actuación vendría a asociarse al de la ‘levedad’ que Italo Calvino proponía como uno de los seis discursos para el nuevo milenio, pero también como ‘actor débil’ en relación al actor que cuestiona el principio de unidad que es la Representación. No sería sino una derivación de esa especie de neoparadigma planteado por Váttimo como ‘pensamiento débil’, que podría decodificarse como el fin de los discursos duros también en este campo. La representación como fundamento cuestionado y en crisis. Dudar respecto a que, aquello que la actuación se supone hace aparecer, realmente lo haga. La inserción de un incerteza, sobre todo frente al corroímiento de los discursos duros que se propagaron por el mundo como los paradigmas excluyentes del buen actuar. Los afanes totalizantes del arte del actor, dados como verdad uniformante, kaput. El Histrión que une la distancia entre su máscara y el trasfondo subjetivo y alimentario de la imagen, con falsos jadeos y despliegue de ‘sostén’, yace exánime en los pasillos, agotado de su fárrago repeticional (léase representacional). Siendo así, ¿por qué y cuándo los signos son teatrantes? ¿Por qué y en qué plano han de serlo? Esto está en la misma dimensión de cuando Adolphe Appia, zozobrando en la incomprensión, luchaba por una concentración del espacio escénico. Lo que el actor contemporáneo se supone haga, es anular aquella distancia. Cuando Duchamp llamaba ‘infraleve’ a lo que queda en el espejo después de miramos en él, sirve lo mismo para calificar lo que ha quedado en el actor después que la sociedad se ha mirado en él. Ya no es un actor, es la fantasmidad de una post-mirada, el aura, la magia de una efigie que queda en la mente del espectador como un efluvio de gracia. Una actuación debe poder permanecer en el espíritu de un hombre con la perennidad que asumen los buenos perfumes. No vamos a tener éxito si seguimos apostando a ‘hacer teatro’ cuando lo que se impone es des-hacerlo, y esto no es una trampa de-construccional sino confirmación laica, secular de que los dioses del templo teatral se han marchado, han muerto, ya no existen. Y de lo que se trata no es de re-encantar el vacío mistificatoriamente sobre desesperadas credulidades, sino entender que estamos en la era de una lógica borrosa. Eduardo del Estal dice: «Un medio donde toda identidad es dinámica y transitoria y la lógica de lo necesario se diluye en el cálculo de lo probable.»
el actor que no es ciudadano de la ciudad de dios
-La forma en su presencialidad materializa la visión encarnando el mecanismo de representación, sin remitir el significado a un después, operando sólo como signo de pasado, testigo en el relato de lo que ha sido. Los materiales en escena por esto pueden estar vivos. El estar vivo de los materiales les permite deconstruir la mera representación y operar como crítica al teatro asentado en su condición de statu quo cultural. Los materiales vivos performatizan el sentido, son una verdadera acción. La presencialidad, de esta suerte, politiza no sólo el espacio sino las visiones que atestiguan conjuratoriamente tal presente. La filosofía teatral puede ser esa política, el signo confirmatorio de aquella acción. De ahí la importancia de las consecuencias teóricas de las obras, la importancia de los críticos y de los propios hacedores con carnadura crítica.
-Cuando el actor memoriza el texto busca su sentido, cuando lo encuentra se olvida de la memoria. El sentido-acción del teatro es una epifanía de la memoria que tiene el pudor de recogerse mientras el pensamiento del actor opera en sangre, esto es, en presente, construyendo el registro original de una vida donde la memoria es como el ángel de la guarda de todo el proceso psíquico. Este recato es también el pundonor del arte. Por eso un actor que habla de memoria en el escenario es obsceno. Cuando uno dice que la Mnemosyne es la madre de la creación, en tanto madre de las musas, es porque es madre de lo irrepetible. El actor que textualiza el instante, el que improvisa, no sólo responde a un mundo diferente, a un psiquismo otro, sino que el habla que expresa esa inmediatez no guarda la aparición festiva del hallazgo y no anula a la memoria en el goce del presente. Por eso es epifánica, porque no es sustractiva. En la improvisación el actor busca un habla, en la actuación que deviene de un proceso de ‘repetición’ el habla instaura, es signo de un hallazgo. La improvisación traiciona al ‘organismo’, a aquel orden corporal que denostaba Artaud contraponiéndole la idea de un ‘cuerpo sin órganos’ (CsO). El actor de la repetición opera el habla como una catapulta, posible por el contrapeso de la memoria. Sin ese equilibrio no habría lanzamiento. El actor que improvisa hace e-vidente. El actor repeticional hace e-locuente las cosas. De ahí el actor de una evidencia o el actor de una locuacidad.
Luis de Tavira dice que «el camino que el actor elige para llegar a ser él mismo, es ser otro». Habría que problematizar esto refiriéndonos al actor que no actúa, que hace del llegar a sí mismo, su proceso de expresión y elocuencia. La no-actuación en realidad es paradójica porque el actor no actúa cuando traba una acción directa en la escena o con la escena. O sea que esa no-actuación en realidad se define así por una anulación de la doblez representacional. La no-actuación denuncia el servilismo de la representación. El actor performático enactúa (según término de Francisco Varela) con su propia humanidad. El colmo de esta dimensión artística quizá la exprese Schwarzkögler, el performer vienés (ver la estupenda obra de la dramaturga argentina Susana Torres Molina, «Manifiesto vs Manifiesto», sobre este extraordinario artista vienés). La acción no representativa anula la distancia entre actor y personaje. La potencia es el acto. El actor que no actúa no presupone acciones previas. Para este actor, el diálogo es un accidente.