Locura y oficio
En mi experiencia con textos teatrales he desarrollado cierta desconfianza por las traducciones. Incluso en el mejor de los casos, cuando el traductor es competente y realiza un trabajo meticuloso, siempre hay algo que se pierde en el trasvase. El matiz de algunas palabras, los dobles significados, el estilo, la musicalidad de las frases –sobre todo cuando se trata de textos poéticos–, la facilidad de comprender el texto en la primera escucha… Todos ellos son elementos que corren el riesgo de resentirse cuando se trabaja con un texto que no está en el idioma en que fue concebido. Por eso, siempre que es posible, considero de gran ayuda no sólo contar con una buena traducción, sino tener la posibilidad de analizar el texto original con la ayuda de miradas cómplices y expertas.
Y es que la traducción, además de un componente pragmático sujeto a las reglas esenciales que rigen los idiomas, tiene también una esencia creativa y artística, que hace que, invariablemente, no todas las traducciones de un determinado texto tengan la misma calidad. De ahí que para un mismo texto, e incluso para una misma frase dentro de un texto, encontremos múltiples maneras de traducir el original, entre las cuales deberá ser elegida aquella que se adecue mejor a aquello que se quiere transmitir. A este respecto, no hay ejemplo más curioso y contundente que el que pude leer hace poco en un trabajo de investigación. Resulta que analizando veintiocho traducciones al castellano de Hamlet, del que probablemente es el verso más famoso de la literatura universal, «To be or not to be; that is the question», ninguna de ellas coincide. Bien en la puntuación o en la selección de las palabras todas las traducciones diferían unas de otras. Sorprendente pero cierto. Este dato habla por sí mismo del tipo de filtro que supone el trabajo de un traductor y lo relevante que es saber seleccionar bien las posibilidades de todo trasvase idiomático.
Esta disquisición en torno a la traducción es para conducir al lector a otra de las frases más enigmáticas y atractivas de la historia del teatro que precisamente se encuentra en el Hamlet de Shakespeare y que, al ser traducida al castellano, casi siempre se devalúa. La frase se encuentra en el final del tercer acto, en boca de Hamlet y dice así: «That I essentially am not in madness, but mad in craft». Como no podía ser de otra manera, las traducciones son múltiples: «Que no estoy realmente loco, que mi locura es astucia», «que no estoy loco, que todo es una farsa», «que yo no estoy realmente loco, sino loco por astucia», «que, en realidad, toda mi locura es fingimiento»… Incluso a veces no se traduce completamente y se deja con un escueto «que no estoy loco».
En la sentencia me seduce particularmente la expresión «mad in craft», ya que conjuga la locura («mad») con la noción de oficio («craft» es la palabra que habitualmente se utiliza para referirse al oficio del actor, aunque también significa astucia, destreza o artesanía). Esta asociación de ideas aparentemente tan dispares me resulta muy atractiva no ya para entender la personalidad de Hamlet, sino para describir la actitud de un artista frente al arte. Al fin y al cabo, quien observa con ojos distantes sólo como locura puede entender la dedicación indiscriminada que requiere una actividad artística. Para quienes observan con los pies fuera del charco, es locura vivir allí donde la relación entre el esfuerzo y la recompensa no se explica por las leyes mercantiles que gobiernan el mundo. Es locura alimentarse de una ilusión que no entiende de economía ni de bienes materiales y que se sacia con pequeños detalles, como es la mirada henchida de un espectador agradablemente sorprendido o la sencilla y subjetiva sensación de un trabajo bien hecho. Es locura persistir cuando las circunstancias parecen haber conspirado para abortar todos los nuevos proyectos. Es locura resistir cuando ya no hay palabras que construyan razones para ello. Es locura, sí, pero si se alimenta de oficio, artesanía y astucia, si no es sólo enajenación, si no es sólo una obsesión enfermiza, encontramos esa pasión vital y mágica que enciende toda obra de arte.
Pienso en grandes artistas como Dalí, Virginia Woolf, Oteiza, Artaud, Billie Holiday o Isadora Duncan y en otros aparentemente menos sobresalientes, y creo que todos ellos estuvieron «mad in craft», que vivieron una suerte de locura impulsada por un instinto creador irreducible. Una locura que lejos de desparramarse de forma caótica o nihilista, estuvo ordenada por una artesanía, un saber hacer, un conocimiento profundo del oficio. El suyo fue un torrente artístico conducido por unas orillas hechas a mano, con experiencia, astucia y rigor. Mientras muchos los tomaban por locos, tuvieron la entereza y osadía de seguir su impulso artístico primigenio y hacer carrera con ello. Pienso en todos ellos al tiempo que mastico aquella frase de Hamlet, y me digo que ojalá nadie no logre curar a ninguno de los astutos locos que habitan las artes hoy día.