¿Cuestión de magia?
Se cree que la ciencia es una herramienta de innovación que construye el futuro. Curiosamente, sin embargo, resulta que la ciencia frecuentemente se construye a sí misma apropiándose de hallazgos que están en las artes desde tiempos remotos. Aquí ya vimos un ejemplo cuando hablamos del descubrimiento de las neuronas espejo, cuya existencia en teatro se intuía hacía tiempo. Hoy traemos otro caso a colación. Repetimos protagonista en el bando de la ciencia, la neurología, y traemos un nuevo invitado por parte de las artes, la magia.
Empezamos el tema con una de esas frases que guardan el sabor aunque se mastiquen durante largo rato: las percepciones son alucinaciones controladas, dicen los neurólogos. Puesto en crudo, ello significa que no percibimos la realidad tal cual es; lo que percibimos como real es una construcción que el cerebro hace a partir de los estímulos que le llegan. En consecuencia se puede hablar de dos realidades: la realidad que está fuera de nosotros y la interpretación que el cerebro hace de dicha realidad. Y sucede que el cerebro de las personas, como humano que es, tiene errores y que no siempre interpreta correctamente. De esas lagunas que tenemos en la interpretación de la realidad, precisamente, se aprovechan los magos para hacernos creer ciertas cosas que realmente no están ocurriendo.
En este sentido, uno de los paradigmas más interesantes que los magos han utilizado desde hace mucho tiempo, y que recientemente han estudiado los neurólogos, es la «ceguera al cambio». Este efecto ocurre cuando el ojo no es capaz de apreciar una alteración evidente dentro su campo visual, debido a que su atención se ha situado en otro lugar. Muchos juegos de magia siguen esa estrategia: generan un estímulo en un primer plano que captura la atención, mientras en un segundo plano se hace un cambio que, aunque es visible, pasa desapercibido. Este cambio que se hace a escondidas es el llamado truco y el que, a la postre, crea la ilusión de que algo imposible ha sucedido. De esta manera desaparecen dedales de un dedo, se cambia el color de una carta o se convierte un pañuelo en una cuerda.
Hay un curioso experimento para demostrar esto de la «ceguera al cambio». Consiste en poner un vídeo donde jugadores de dos equipos de baloncesto se pasan la pelota. A los espectadores se les dice que cuenten el número de pases que hace uno de los equipos. Al ponerles una tarea que recoge toda su atención, pocos espectadores se dan cuenta de que mientras los jugadores lanzan la bola, pasa un hombre disfrazado de gorila, que incluso hace gestos a lo King Kong mirando a la cámara. Casi todo el mundo cae: se obsesionan contando pasecitos y su mirada pasa del gorila. Pruébenlo. No con ustedes, obviamente, que ya conocen el truco, sino con alguien cercano, y lo verán. Podrán encontrar vídeos al respecto en Internet.
De todo ello se hace evidente que la atención de las personas se satura. Es imposible percibir todos los estímulos que nos rodean. Por ejemplo, si ustedes están leyendo este escrito con la suficiente atención (lo cual espero que así sea), no estarán percibiendo cómo están sentados. Si tienen las piernas cruzadas, si su espalda se apoya en el respaldo, si su columna está encorvada… Lo perciben ahora que se lo he dicho, ¿verdad? Ante la infinidad de estímulos que lo acechan, el cerebro tiene que hacer una selección, quedándose con aquello que le resulta más llamativo. Lo interesante de esta cuestión, como bien saben los magos, es que esa selección de los estímulos, aquello que llamamos atención, es algo que puede inducirse.
Esto tiene una aplicación directa en el arte escénico, pues, a diferencia de lo que ocurre en el cine donde el punto de vista viene impuesto por la perspectiva de la cámara, en un espacio escénico los espectadores son libres de mirar en cualquier dirección. Pueden llevar su atención a un determinado actor, a cierto vestuario o a la escenografía; pueden quedarse en una visión general o cerrar los ojos y atender sólo a las palabras; y también, en el peor de los casos, pueden distraerse mirando insistentemente el reloj. Para un creador escénico es una cuestión de primera magnitud saber guiar la mirada desatada del espectador en la inmensidad de la caja negra.
Si nos adentramos un poco más en el asunto, aparece una baraja de preguntas: ¿Se puede crear un tejido de estímulos dramáticos que sea un sendero de atención para el espectador? ¿Cómo hacer que en ese recorrido la percepción del espectador se estacione en un minúsculo detalle, pase después a la amplitud de un plano abierto y posteriormente se centre de nuevo en otro importante matiz? ¿Puede modularse la atención de una escena sin la ayuda de grandes tecnologías, tan sólo trabajando sobre el tiempo y el espacio? ¿Puede un actor crear un primer plano de su mano en un teatro, a través de una acción? ¿Cómo conducir la mirada de quien mira, cómo danzar con ella sin que el observador lo sienta como una manipulación? ¿O tal vez se puede crear un espectáculo con diferentes planos de atracción, y dejar que cada espectador plantee su propio itinerario de estímulos sensoriales?
Pienso en los grandes espectáculos que he visto. Tal y como los recuerdo hoy, en todos ellos percibí que mi atención fue conducida con sensibilidad e inteligencia para descubrirme horizontes insospechados. En su día me parecieron mágicos. Ahora tal vez no diría que fueron mágicos, sino el fruto de un saber hecho de experiencia, trabajo y talento.