El dolor ajeno
Por edad, condición social, ámbito de crecimiento en el mundo del teatro, pertenezco a una escuela de estoicos en donde se nos indicaba casi con voz cuartelera que: «una función solamente se suspende por la muerte personal del actor». Este menaje repetido y comprobado sobre la escena, pertenece a una tradición de los cómicos de la legua, cuando en cada función se ganaba el pecunio del día, o dicho con otra frase de aquellos tiempos: «cartel en la esquina, puchero en la cocina». Hoy, cuando la sociedad ha avanzado en muchos terrenos, cuando la profesión de actor se enmarca en un campo de derechos y seguridades, esa idea de que el espectáculo no debe pararse si no es por una causa mayor, tiene muchas cuestiones en entredicho.
Pero, ¿qué es una causa mayor? Aquí entran ya todas las matizaciones y todas las probabilidades. Yo he visto a un actor hacer un papel cómico, con su madre de cuerpo presente. Hacía su parte, salía del teatro, velaba a su madre, y se perdía solamente el saludo final. Porque después a la segunda función allí estaba de nuevo. No hubo manera de convencerle. En una compañía con más de veinte personas, pesaba más la responsabilidad que el dolor. En una gran obra, a una pareja de actores, hoy muy conocidos, se les murió un hijo en un accidente de piscina y siguieron las representaciones. Yo he hecho una función con un cólico nefrítico en trance de desaparición, y he visto hacer un Segismundo con el actor sufriendo el cólico nefrítico. La casuística es múltiple, y probablemente se puede entender que llevar hasta las últimas consecuencias esta premisa deshumaniza el propio trabajo de actor, lo convierte en un ser dotado de una coraza que le separa de cualquier realidad emocional propia. Y no se trata de eso. Porque yo también he visto suspender una gira por la muerte de la madre de la actriz. Atrasar estrenos por el ingreso del hijo de uno de los actores. Es decir, se trata de una decisión personal.
Estamos hablando del dolor ajeno. De ese dolor ilocalizado que se produce ante una situación traumática sobrevenida, o fruto de una larga enfermedad, cuestiones que diferencian. Y ante la muerte, por accidente o por enfermedad, cada uno reaccionamos de la manera que podemos y sabemos. Y por experiencia propia, que llevo veinticinco años escribiendo por lo menos un artículo diario en un periódico, por lógica, he tenido que entregarlos en todas las condiciones físicas y emocionales posibles, y aunque solamente sea como un testimonio, el acto de concentrarme en la escritura, era, por así decirlo, una enajenación transitoria que me liberaba del dolor, incluso lo podía canalizar en mis escritos.
La semana pasada han sucedido dos casos, uno muy conocido y otro casi secreto. En el primero Toni Cantó perdió una hija de dieciocho años en un accidente de automóvil provocado por un conductor borracho. Esta hija es fruto de una relación con Eva Cobos, y la noticia que se transmitió con un cierto morbo es que había realizado las funciones programadas en Barakaldo, que no asistió a los funerales. Se le reprochaba esta actitud. Y yo me pregunto, ¿quién es nadie para entender el dolor ajeno? En este caso, su decisión sería fruto de estado emocional, de la relación con su hija y la madre de ella, de tantas circunstancias, que si hubiera suspendido, me hubiera parecido estupendo y si no lo hizo, también. Y no se trata de su conciencia, sino de capacidad para asumir una trágica realidad, las salidas que encontró el hombre para acomodarse dentro del cataclismo. Y decidió actuar. Pues lo aplaudimos. Y nada más.
El otro caso es de uno de los columnistas de este periódico, Víctor Criado. Pasada la fecha de entrega de su artículo semanal, le escribí un correo electrónico con un asunto: ¿algún despiste?, para indicarle que no sabía si lo había mandado o no, y de repente, a los dos días, me dice que acaba de enterrar a su padre. Pero me indica que me manda el artículo que ha escrito en el viaje. Emocionante. El artículo está publicado y si no se está en el conocimiento de esta situación no se ve ningún trazo de su dolor interior.
En ambos casos, además de comprender su estado de ánimo, de solidarizarnos, podemos compartir su dolor, peor no tenemos, nadie, ningún derecho a entrar en valorar el dolor ajeno. Mucho respeto. El pudor debe presidir estas circunstancias.
Esto en el terreno de la ética porque en la cuestión técnica creativa, la influencia de los estados de ánimo en el proceso de escribir, de actuar o de cualquier otro acto creativo, es asunto de mucha enjundia que requiere de otro desarrollo.