Confesión virtual
Quizá ya estén al tanto. Cuando lo escuché en las noticias me quedé cuajado. Resulta que dos sacerdotes norteamericanos, imagino que con tanta fe en Dios como en el dinero, han creado una aplicación para el IPhone donde el usuario puede confesar sus pecados de forma virtual. Abro un paréntesis para aquellos que no estén familiarizados con las nuevas tecnologías. El IPhone es un aparato de última generación, como una especie de teléfono móvil que se ha tragado un ordenador y que es capaz no sólo de hacer llamadas, sino de navegar por Internet y de ofrecer al comprador multitud de aplicaciones como juegos, GPS, agenda, cuaderno de notas… Paréntesis cerrado.
Especificamos un poco más: lo que han desarrollado estos avispados sacerdotes es un pequeño programa que permite al pecador introducir fácilmente los pecados cometidos, de manera que, con la rapidez que marca el ADSL, de vuelta le llega la penitencia a cumplir: rece usted, estimado pecador, tantos rosarios y Aves Marías, o haga esto o lo otro y, por el poder que se me confiere, y tal y tal, quedará absuelto de los pecados que tanto le atormentan. Amén.
Pónganse en situación. Que es usted creyente y que, gajes del instinto, ha engañado a su pareja. No se preocupe. Tecléelo en su IPhone, rece cuanto se le dice y pelillos a la mar. Que le ha picado el aguijón de la avaricia y ha estafado a unos pobres colegas. Minucias. Las últimas tecnologías le proveen de una nueva estrategia para que, llegado el día, Dios le pille confesado. Con este nuevo sistema se ahorra tiempo que no vea. Puede dar usted un bofetón con la mano izquierda y casi simultáneamente arrepentirse confesándose con la mano derecha. Y todo por el módico precio de 1,99 dólares. Nada. Calderilla. Limpie su conciencia por menos de lo que cuesta un refresco y en menos tiempo de lo que tardaría en mandar un mensaje de «Ups, prdon, llego 5 min tard». Menuda ganga.
Ante la noticia el Vaticano, como era de esperar, ha puesto el grito en el cielo -¿dónde lo iba a poner si no?- y en un alarde de reflejos ha reaccionado rápidamente. Y eso que bien sabemos, y Galileo mejor que nadie, que responder con inmediatez a los problemas del mundo no es precisamente una de las virtudes del Vaticano. Pero en este caso los mandamases de la institución han hecho una excepción y, muy raudos ellos, han emitido un comunicado diciendo que el acto de la confesión y la posterior absolución, si procede, requiere necesariamente la relación de diálogo personal entre el penitente y el confesor. Y que por lo tanto, sin cerrarse a los nuevos caminos que las nuevas tecnologías aportan al desarrollo de las religiones, bla-bla-bla, concluyen que una aplicación virtual no puede suplir el sagrado acto de la confesión.
Y la verdad, sin que sirva de precedente, creo que tienen razón. Que conste, antes de meterme en harina, que el acto de la confesión católica, por impúdico y sórdido, me parece algo pecaminoso en sí mismo. Sin dejar de lado el hecho de que probablemente no habría confesionarios ni curas suficientes, ni Ave María milagroso que pudiese expurgar los pecados cometidos por la iglesia a lo largo de su historia. Pero este es otro tema. Hoy vamos a lo que vamos y la opinión que yo pueda tener sobre la religión católica no merece más líneas.
Como decía creo que en esto el Vaticano atina. Un ritual hecho a base de códigos de interrelación humana, no puede ser sustituido por un acto mecánico realizado en soledad. En todo ritual es tan importante el qué como el cómo. O mejor: sin el cómo no hay el qué. Un ritual lo es, no tanto por lo que se hace en él, sino por cómo se hace lo que se hace. Es decir, si el acto de la confesión ha de tener un efecto purgativo en el pecador, no es por el hecho en sí de confesarlo, sino por la situación en la que lo confiesa: primero va a la iglesia, se arrodilla al borde del confesionario, se santigua como Dios manda, reza, habla hacia una oscuridad que esconde alguien que lo escucha, recibe los consejos de ese alguien en posición sumisa… Todos estos son los eslabones que crean la cadena ritual de la confesión y que son imprescindibles para que el penitente tome efectiva conciencia de lo que ha hecho. Y sólo entonces, si el pecador asimila honestamente lo que ha hecho, podrá verdaderamente arrepentirse, hallar liberación y tratar de no volver a tropezar de nuevo en la misma piedra. Que es de lo que se trata. Digo yo.
Con su postura enfrentada, el Vaticano pone en evidencia que un ritual que nace del vivo contacto humano deja de serlo si se convierte en algo virtual. Y es aquí donde coincido con ellos (y el Señor me libre de tener más coincidencias). Ya que por esta misma razón, las nuevas tecnologías que niegan la relación directa entre actores y espectadores no pueden suplantar el Arte Escénico, que no es sino un espacio artístico compartido por seres humanos donde unos accionan y otros perciben. Al Arte Escénico lo hace la escena y también el espectador que ofrece su presencia y su atención. Una presencia y una atención que se construyen, a su vez, gracias a un ritual que tiene sus propios eslabones: seleccionar el día que se acudirá al teatro, comprar la entrada, vestirse de acuerdo a la ocasión, acudir al teatro, que un acomodador rasgue la entrada, que otro lo acompañe al asiento asignado, leer el programa de mano, guardar silencio cuando las luces de sala se apagan… Eslabones que culminan con el espectador expectante frente a un grupo de actores que tratarán de comunicarle algo de una forma artística. Y si en este ritual, el componente humano se sustituye por elementos virtuales, entonces no hay ritual y tampoco teatro. Por eso, aunque las nuevas tecnologías puedan abrir nuevas perspectivas escénicas, nunca reemplazarán el embrujo de un arte hecho y disfrutado en vivo. Yo al menos milito en esta creencia. Lo confieso.