Zona de mutación

Empatía

el actor agalmático

 

Los íconos griegos o rusos, tan caros a la Iglesia Ortodoxa, son una importante referencia a la manera de emplear la luz con relación a la imagen. De hecho icono es imagen entre los griegos. Quizá como en ningún otro tipo de trabajo artístico, antes que de personaje debe hablarse de una relación aurática con lo divino. Esto implica que el motivo brilla por imperio de la propia luz del personaje (Cristo, La Virgen, El Niño), que se dio en llamar ‘Luz Tabórica’, en alusión a la luz transfigural de Cristo en el Monte Tabor (inestimable ver en este tema el Andrei Rublev de Tarkovsky). No obstante, y sin apelar a las creencias religiosas de cada quien, lo que importa subrayar es el empleo técnico de una irradiación lumínica que viene desde adentro. Por ejemplo, en teatro no es lo mismo un actor radiante (irradiante), que un actor iluminado. Para esto, válido es confrontar el caso a otro concepto, etimológicamente complejo, pero culturalmente significativo, hasta en la actualidad en el psicoanálisis de Lacan. Aquí, el objeto agalmático, en tanto el brillo que como objeto de deseo guarda para el Otro. Pero, sin embargo, la lectura lacaniana no tiene por qué ser la más rica respecto a la evolución de este concepto. Las agalmas eran esculturas griegas (imágenes), que a instancias de la luz del día se combinaban tridimensionalmente para producir un efecto de cuasi vida en las mismas (lo cual alborozaba y sobrecogía también), que no sólo marcaban la capacidad para hacer que el parecido con lo real fuera asombroso, sino para connotar una excepcionalidad capaz de atrapar la atención divina. O sea, la agalma como objeto impregnado del valor sobrenatural que designa. La tridimensionalidad del efecto vida en la agalma, contrasta con la bidimensionalidad del ícono y allí hay un matiz de lo que es imagen, según ambos casos. Ahora, ese brillo no es sino la capacidad de autoproducirse como la imagen reproducida de un modelo, con lo que la agalma es la matriz de una doblez. Y esto empieza a ser considerable como Don, como don dramático, lo que no obstante en su capacidad matricial (matriz, matrix), resguarda una condición reproductiva femenina. La relación que me parece productiva con el actor, es que las agalmas son simulacros de aquello que representan, y no copias. Un simulacro, hasta es posible que para captar el espíritu de lo que representa, deponga todo tipo de afán mimético. Todo este fulgor, la cultura griega lo concebía para generar alegría, gozo.

la imagen dialéctica del actor

¿Cómo evitar que el teatro se muerda la cola, girando inacabablemente sobre sí mismo? Una, posiblemente, sería afrontando lo que se da en llamar la ‘crisis de la representación’, que no es otra cosa que la crisis de la referencialidad, la correspondencia entre el objeto y la palabra que lo menta y la probabilidad o improbabilidad efectiva de la realidad o el abordaje de ésta. Pero uno supone que es el propio teatro el que debe hacer su prueba de realidad. La otra es afrontando los compromisos que crea el tránsito de la imagen analógica a la digital. Y aún está el asunto de cómo hacer imagen de aquello que no puede ser representado, como ya se lo planteaba Paul Klee. Y con esto, el cómo compensar la carencia, la pérdida que puede ejemplificarse con el juego del Fort-Da que describe Freud, luego de observar a su nieto de dieciocho meses jugar con una pelota a la presencia y a la ausencia de su propia madre. Esta es la fuerza de la carencia. El deseo provocado por la ausencia de la presencia. La imagen en sí es una ausencia, una virtualidad configurada por nuestra propia percepción creadora. Y desde esa ausencia se puede colegir el ‘es’ de la cosa. Siempre hace ruido la fórmula ‘hago teatro’, porque es una petición de principio, que hace pensar que efectivamente se lo hace, cuando probablemente, no se hace nada, o por el contrario, se atenta contra él. Decir ‘fuerza de la carencia’ es aludir a esa hambre de la que hablaba Artaud en el prólogo a El Teatro y su Doble. La fuerza de la carencia genera el deseo, o es el deseo. Desear es tarea de pobres, de carentes. Hasta por ahí, eso que en el teatro se denomina concentración no sea más que un ‘estado de deseo’ que surge por la capacidad de saber desplazar todo el tiempo el eje de equilibrio. El equilibrio es estático, continuo. Lo que se precisa es la continuidad de la discontinuidad. La capacidad de ‘poner en juego’ todo el tiempo la imagen de la memoria como una imagen re-energizada, imagen dialéctica y no sólo imagen portadora de statu quo. «La huella de una ausencia que transforma el exterior cada vez que se somete a éste a más y más cuestionamientos» (Raúl Dorra).

La empatía es lo que hace ‘notable’ en imagen el cuerpo de un actor. Notable de ‘notación’, de escritura, de cifra interpretable o legible. El cuerpo de un actor está plagado de ‘pentimento’ y ‘palimpsesto’. Los estados del actor deben ser actos originarios, originariedad que es el aprehender ‘aquí y ahora’. Además computemos que en el actor el estado funciona como un ‘darse’, es una excentración, un atreverse a ir. Pero esa notación puede empezar no siendo un lenguaje sino apenas una especie de antena de la que fluye una cierta radiación captable o con capacidad para hollar la piel del otro. De esa radiación, quién sabe, el espectador compone la visión de dolor, alegría, tristeza, ansiedad, miedo, amabilidad, etc. En este sentido la actuación es como la naturaleza que no tiene color en sí misma, aunque sí las condiciones para producirlo entre el ojo y las neuronas corticales del espectador. Este es un misterio de la empatía: cómo ser fuente para esa visión y no el relato condicionador de lo que el otro tiene que ver.


Mostrar más

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba