Zona de mutación

El carro intemporal

Entre el carro de Tespis y las carrozas de Fuerza Bruta, equipo teatral protagonista de los festejos del Bicentenario argentino, ha pasado un mundo. Salvando cierta consideración tecnológica, que en proporción a ese tiempo casi se podría calificar de irrelevante, qué decir de esta condensación de teatro milenario concentrado en un instante. Aby Warburg creó un concepto, ‘nachleben’, que se traduce como supervivencia, sobre el que escribiera, particularmente, el teórico argentino José Emilio Burucúa. Warburg andaba detrás de un proyecto que se podría emparentar al de Walter Benjamin sobre los ‘pasajes’ e inclusive al Teatro de la Memoria del renacentista Giulio Camillo. El perseverante investigador alemán lo esboza en su fundamental Atlas Mnemosyne, afanado en la ‘iconología del intervalo’, esto es, la profusión aunque interrumpida de la imagen que no obstante sugiere el movimiento. Que en esencia el teatro pueda ser siempre ‘otro’ dentro de lo ‘mismo’, es algo sorprendente. A diferencia del sonido que puede sonar en continuo con otro sonido, la imagen aún cuando sugiere el movimiento, lo hace desde diseños fijos. La ‘iconología del intervalo’ es lo que queda entre las imágenes fijas y cuyo manejo responde a ese principio. Es decir, el intervalo como zona de no-fijación, un sinónimo de movimiento. El movimiento representado es una trampa perceptiva, pero nuestro sistema perceptivo sólo capta ese simulacro, no el movimiento en sí mismo. Esta imposibilidad de por sí connota el ‘intervalo’, lo que sugiere la posibilidad de editar por patrones estéticos, de crear un movimiento que no ancle la historia del ser humano al seguimiento pasivo de imágenes fijas. Es la era del ‘homo sampler’. Los impactantes cuadros de Fuerza Bruta, en el citado festejo, recurrían a una memoria y ésta a un relato histórico, así como Warburg apelaba a poder contarla sin recurrir a palabras.

Ya desde el origen del teatro, con el Carro de Tespis, está asociado no sólo a un concepto de traslado, de movilidad, sino que el propio objeto-carro es una asociación casi natural del propio teatro. Y así, con el vehículo, la rueda es el medio del traslado, la razón giratoria de lo moviente, de lo envolvente y del eterno retorno. El complejo y notable teatro medieval podía en Inglaterra, resolver hasta decenas de escenas, o cuadros vivos, combinadas entre enormes carros y escenarios fijos en distintos puntos de la ciudad que hilvanados, permitían contar una historia por composición de un verdadero puzzle. El teatro ambulatorio sigue, al aire libre, no sólo concitando la atención multitudinaria sino fuertes emociones de raíz social, porque en los espacios, en el ‘entre’ cuadro y cuadro de la celebración argentina, había una carga emocional de tan alta intensidad, que no podía sino construirse el puzzle histórico en dinámica, donde el intervalo hilvanador era de tal energía que podía incendiar de emoción las imágenes. La espontaneidad de los cantos, imprevistos, superaba en el acto el valor intrínseco de la memoria para valer en la medida de su ‘nachleben’, de su recurrencia en el aquí y ahora. Pocas manifestaciones humanas tienen esta simultaneidad que arrastra el teatro, este holismo que permite que al mover una partícula, se esté moviendo toda su historia asociada a ese componente genético. Por eso es tan fútil, a veces, querer pasar algo impactante por su novedad, cuando es una historia de miles de años, cuyos carros portantes parecen ser los mismos. En realidad, lo que impacta y fascina es descubrir que esa capacidad de percepción que sabíamos que aún la teníamos, sigue incólume en nosotros. La palingenesia del hecho cultural, su capacidad para reciclarse, desvela el poder de un redescubrimiento o de un renacer. El teatro es una memoria de la humanidad en sí mismo, la memoria holográfica de la humanidad.


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