Estado crítico
«Toda revolución fue precedida por un intenso trabajo de crítica«, Alfa Gamma.
Dicen quienes sobre él escribieron que después de la política, el gran amor de Antonio Gramsci (1891-1937) fue el teatro. En sus primeros trabajos como periodista, el pensador italiano formó parte de la redacción piamontesa de «Avanti!» donde se descubrió como escritor panfletario en la sección «Sotto la mole» y un interesante cronista teatral. Dicen quienes sobre él escribieron que sus recensiones y sus textos sobre teatro muestran a un crítico original y atento a la función tanto social como artística de la crítica.
En cinco años como redactor, Gramsci dejó más de ciento ochenta escritos sobre teatro que se suman a algunos apuntes de sus «Cuadernos de la cárcel». La pregunta es: ¿por qué en el marco de su actividad que se mueve por los laberintos de los intereses económicos, las corruptelas y los intereses de clase Gramsci reserva un lugar tan relevante para el teatro? La respuesta la da Leónida Rapaci, compañero de Partido y primer crítico teatral de «L’Unitá: «El gran amor que sentía por este género». Después de todo, para él, teatro y crítica teatral eran dos de los múltiples instrumentos de formación política.
«Toda revolución fue precedida por un intenso trabajo de crítica», firmaba Gramsci bajo el seudónimo de Alfa Gamma. Para él, crítica quería decir cultura, no en el sentido de evolución espontánea y natural, sino en el sentido de consciencia que autores como Novalis ponían como finalidad de la cultura. Es la idea de conocerse mejor, a través de la propia mirada o la mirada del otro. La consciencia de ser responsables como individuos, la consciencia de que dejar de hacer también trae consecuencias. «Busca y encontrarás un motivo para indignarte», dice Stephane Hessel en su «¡Indignaos!». Busca y encontrarás un motivo para la consciencia, para el compromiso, para la denuncia, para la crítica.
Me pongo a buscar e imagino realidades. Me imagino en un teatro esperando a una crítica teatral; una crítica de las que escasean, al servicio de un diario cualquiera; me imagino uno de esos diarios que no mima sus contenidos locales, que son los más próximos. Imagino a esa misma crítica escribiendo sus reflexiones constructivas (positivas o negativas, activamente neutrales u operantemente neutrales) sobre el espectáculo que acabamos de compartir y que ella consideraba digno de ser comentado públicamente. Era su selección.
Me imagino que pasa un día y me imagino la frustración de aquella crítica teniendo que comerse su página con el primer café sin verla publicada en una especie de censura deforme e hinchada. ¿La razón? Su medio le había impuesto un espectáculo de rostros menos locales pero más conocidos y por tanto, para un público potencialmente más amplio. La volví a imaginar y la imaginé comiéndose su página e indigestándose con la otra crítica finalmente editada.
No cansada de elucubrar, me imaginé otro medio de comunicación proponiéndole a su crítico una crítica sobre un espectáculo comercial que le acaba de inyectar una apetitosa cifra mediante publicidad. Me imaginé al crítico entrando al teatro, sentándose en la butaca, oliendo la tinta de los programas de mano, oyendo los comentarios de quienes se sientan a su lado, siempre tan teatrales. Y lo imaginé camino a su teclado dispuesto a poner en práctica su ojo crítico y neutral, sin llegar a serlo absolutamente. La neutralidad es inviable. Y me imaginé a su medio indignado y enfurecido por su objetividad subjetiva poniéndose en contacto con algún redactor que pudiese sacar una segunda crítica que lave la cara enrojecida de la productora hipercomercial. No creo que lo comercial sea sinónimo de mal producto. Tampoco que todo el mundo esté capacitado para hacer crítica.
Imagino que quien hace crítica debe tener una mirada propia. Una mirada con objetividad pero subjetiva. Una mirada que abra universos y descubra sus códigos, que señale paradigmas y sus claves. Imagino que quien hace crítica debe tener su propia poética y su propia dramaturgia, debe hacer su propia selección. Imagino que debe tener la libertad de elegir, de decidir que es lo interesante, de decidir que es lo que no debemos perder de vista. Es la libertad no condicionada por intereses comerciales ni rentables. Aunque nos estemos esquilmando la libertad. Imagino que quien critica debe tener la mirada del interés cultural, esa cosa tan inútil que nos permite conocernos. Es la mano que puede sacar a la luz lo que cada vez es más difícil ver a plena luz. Puede ser un apoyo para volver a creer en las aventuras románticas y en las audacias quijotescas, aunque el mercado sea inevitable. Puede ser la posibilidad de tener una reflexión oficial, a que la creación tenga un portavoz oficial del espectador, a tener un espectador o una espectador oficial que hable de las reacciones del público. Esto es algo que hacía Gramsci en obras como «Anfisa», de Andreiev en la que auguraba públicos determinados:»Confesamos que el público burgués del teatro no era de los más idóneos para seguir y sentir la obra de arte (…) Le auguramos un público proletario».
Tal vez estamos llegando a un punto donde nada es necesario: ni el teatro, ni la crítica, ni los medios, ni… O tal vez existan tantas cosas en peligro que lo que nos obsesiona –como las artes escénicas o la cultura- se vuelve superficial. Y lo que nos obsesiona, en el fondo y en la superficie, es lo vital. Defendamos entonces lo vital, el compromiso, lo aparentemente innecesario, la desobediencia, la crítica (escénica y personal) y actuemos indignadamente con total dignidad.