Zona de mutación

La política de la mirada

El rol de la figura en el ‘star system’ es proporcional al de éste en todo el orden establecido. El individuo no puede ver más que desde un punto de vista, pero su existencia es susceptible de ser mirada desde todas partes. Por supuesto, el mundo es omni-voyeur pero no exhibicionista, como sí resultan las figuras prodigando sus cuitas por cuanto programa esté dispuesto a recibirlas. Es como en el cuadro de Magritte, «Relaciones Peligrosas», donde, mientras la mujer se tapa con el espejo, en éste aparecen reflejadas la espalda y los glúteos desnudos que realmente se desean mostrar. Obvio que en esta lógica, el portador activo de la visión es el hombre, como pasiva es la mujer. Esta es la dicotomía heterómana que ese sistema asigna, donde la mujer opera como un agente inconsciente de sus variables. El hombre como agente activo del relato, expone sutilmente la barbarie de esta dramaturgia de sometimiento. Para ello, en esta estructura, el rol pasivo se alimenta de lo que Laura Mulvey llama «escopofilia fetichista» (culto a la figura). Y es el truco que el cine de Holllywood usa para alterar los tiempos del relato, haciendo intervenir como nodos, la imagen de la belleza y la seducción femenina. Pero las riendas de ese relato, no se alteran, porque el hombre, para que la mujer se funda a la imagen, hasta ser la pantalla misma, precisa de mantener esta especie de cable a tierra técnico, que expresa el rol activo del varón. Con todo esto, estamos en una política enajenadora de la mirada. Una política que los medios orquestan a diario, las veinticuatro horas del día. En este rol, el varón se encarga de llevar la lógica de los acontecimientos, el orden de las peripecias, que incluye la premeditación, el manipuleo, el engaño. Laura Mulvey, feminista, pensando la crítica cinematográfica, estudia cómo la estrella se queda con los primeros planos de todos los programas, con la seducción de las miradas. Sigue cumpliendo su rol de imagen, mientras él es el hilo conductor de un metadiscurso a esta altura obvio: el machismo. Esto no es sino la malla estructural que ha tejido e impuesto Hollywood al mundo, como un ‘storytelling’ inevitable. Un imperialismo formal, que configura y alinea las cabezas. Sistema de relato que un iconoclasta como Raúl Ruiz, condena furibundamente en su ‘Poética del cine’, resumiéndola en lo que llama la «teoría del conflicto central», que en algún aspecto (hay muchos otros), exponen las trampas alienadoras del ‘principio-medio-fin’.

El tótem mediático, de sólo ser tocado, permite perdonar los pecados de los jurados corruptos, que lo premian sistemáticamente por el ejercicio de su rol en el sistema. Y lo que hacen no es otra cosa que votar por su reaseguro, a lo que el tótem se presta con entero gusto. Para ello suelen usar una mensura extraña: se trata de ‘divos’ o ‘divas’ y esa condición no es para cualquiera, por ende, son inimputables e inmunes, aún cuando no sepan dónde hay genocidios, niños hambrientos y demás. En particular la ‘Diva’ devendría de una cualidad de permanencia y photoshop, de rating, afirmación cultural e ideológica dominante. Una diva es una mujer que no sabe hacer nada específico que no sea alindarse, con lo que ha logrado una condición de irreprochable en un concierto de feos sin opción, que constituye el público. Para ello no hace falta que sea inteligente, ni que tenga talento, ni que sepa articular una oración detrás de otra, ni que sea un poquito fascista y poco mucho homofóbica, ni que oculte que su anterior marido la golpeaba (aunque fuera un gran hombre), y cuántas cosas más. Si postulada, como Catherine Deneuve, para ser ‘la patria’ en las monedas de curso legal, queda al fin relevada porque las propias condiciones inflacionarias del mundo, no dan actualmente para mantener los formatos de monedas en metálico acordes. O es que tal vez haya que reconocer que la inflación conlleva esos mensajes sabios de obsolescencia. Vamos, que la inflación tiene lo suyo. De resultas que una diva se autoblanquea de sus ignorancias, comete actos de fuerza, que suponen violencia como cualquier acto de estas características. Ella reclama prerrogativas dentro de un sistema en que presupone que todos unánimemente convalidan el ejercicio devenido status de tales privilegios. Ella es ‘lo que quiere la gente’. Es ‘la gente’ el escenario donde se dirime al menos la veracidad de las afirmaciones, lo que constituye una de los grandes tópicos de la crisis de la representación. Ser dicente (se-dicente) es la cuestión. El decir ‘la gente’ en los medios adocenantes posterga o neutraliza cualquier fantasía abyecta, que pueda ser acusatorio o desmitificante de la deidad enhiesta, porque sus hechos nunca fueron pruebas de realidad, ni de no realidad, y nunca serán efectivizadas en consecuencia. Así es que sus campañas de beneficencia podrán operar de absolución o exculpación. Quizá las divas no sean más que una superficie pulida donde cualquier cosa que se escriba, se borrará al pasar el Brasso que sostiene el brillo. El destino de tales figuras quizá no sea sino el de los objetos efímeros que describe Baudrillard en «El sistema de los objetos». Es decir, un ‘gadget’ más. La blasfemia ante su figura denuncia los obstáculos objetivos que este tipo de personajes imponen al avance real de la mujer, en la lucha por sus derechos. Sin llegar a que una política de estado no se solventa con beneficencias voluntarias de la clase opulenta. Con lo que tales políticas o el ejercicio de un pensamiento crítico, no tienen de llave precisamente los gestos que se cometen socialmente para desembarazarse de las grandes responsabilidades. La diva es una ‘apariencia’ que le disputa el ‘cartel’, el protagonismo a los mismísimos gobernantes elegidos por los pueblos y todo ataque a su persona, es una acción de alguna espúrea ‘mano negra’.

Lo que hace a su violencia doblemente abyecta, en tanto su presuntiva legitimidad devenida de los ‘mass-media’, es que equivale o vale más que la del voto popular.


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