La avería/Friedrich Dürrenmatt/Blanca Portillo
Un cuento moral de los años cincuenta
Junto con la de Max Frisch (1911-1991), la obra teatral de Friedrich Dürrenmatt (1921-1990) emerge como una de las más importantes aportaciones a la escena suiza en lengua alemana inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Aunque hoy sea su versión de La danza de la muerte de Strindberg (Play Strindberg, 1969) su obra más representada, dramas como Rómulo el Grande (1950), La visita de la vieja dama (1956) o Los Físicos (1962) alcanzaron un éxito mundial en su momento, hasta el punto de que cierta crítica llegó a considerarle como el heredero de Bertolt Brecht. Por ello, sorprende que, a la hora de representarle de nuevo en nuestro país, se haya acudido a un breve relato suyo (Die Panne, 1956) que, con el título de La avería, ha adaptado muy adecuadamente para el teatro Fernando Sansegundo. Me da la impresión de que, en su desconfianza de los dramaturgos modernos o en su ambición por convertirse en los únicos responsables del espectáculo, los directores contemporáneos – Krystian Lupa, Romeo Castellucci, Guy Cassiers – acuden, cada vez con más frecuencia, a poner en escena textos narrativos o poéticos, y no dramáticos.
En todo caso y, sin duda, gracias a la habilidad del adaptador, La avería parece una pieza más del teatro de Dürrenmatt, un poco al estilo de Los Físicos, en donde se plantea, de manera deliberadamente artificial, una situación que habrá de resolverse sin remedio en el transcurso de la representación. En este caso, la de Alfredo Traps, Representante General de una industria textil que, debido a la avería de su coche, se ve obligado a pasar la noche en una mansión aislada en pleno campo en donde vive un juez ya retirado con su criada. Una vez definido el lugar de la acción, resuelto escenográficamente por Andrea d´Odorico con su solvencia habitual, hay que empezar a armar los personajes, tarea que, como de costumbre, no le causa a Dürrenmatt ningún problema en cuanto éstos – salvo el de Traps, que irá evolucionando a lo largo de la obra – son todos de una pieza y como de guiñol, circunstancia que ayudan a subrayar las cumplidas caracterizaciones de Javier Hernández y Elena Cuevas. A los tres caracteres ya citados se unirán tres jubilados más, un fiscal, un abogado y un enigmático habitante del pueblo, tan extravagantes y grotescos como los de la criada y el juez. Y puesto que tenemos las piezas necesarias para jugar el juego, la farsa da comienzo: la acción va a ser un juicio; el tiempo, el de la cena que reúne con frecuencia al juez y sus amigos; y el acusado, Traps. Montado así el enredo por tan esmerado carpintero teatral, queda por ver ahora el objeto del crimen que se va a juzgar, esto es, el tema de la controversia que esta vez nos propone el autor suizo en su incesante y abnegada labor de análisis, crítica y despiece de la sociedad de su época.
Y es que el propósito de Dürrenmatt, tanto aquí como en el conjunto de su obra, es incitarnos a una reflexión de carácter ético sobre los usos y costumbres de una civilización, la occidental, de la que su país podría llegar a ser la quintaesencia. Para ello, recurre al cuento moral que tanto cultivó la Ilustración en su afán de ir moldeando el entendimiento y la sensibilidad de sus contemporáneos a los nuevos tiempos de emancipación política, social y personal que se avecinaban. Pero, a diferencia de lo que vislumbraban aquellos filósofos, el panorama que contempla nuestro autor no es precisamente esperanzador. En el momento de escribir su relato, Europa está poniendo fin a la postguerra, con toda la carga de humanismo y buenas intenciones que por entonces se pusieron en marcha, para parapetarse de nuevo en las trincheras de la guerra fría y la amenaza del holocausto atómico que iban a perdurar más de treinta años. En consecuencia, su discurso moralizador, aquí centrado en ese sutil límite que separa la Ley de la Justicia se tiñe de un profundo pesimismo. Un tribunal de ancianos sibaritas, ya de vuelta de todo, juega a juzgar a Traps por no ser solidario, por abrirse camino a base de codazos y llegar a la cúspide sin reparar en nada, o sea, por ser un arquetipo de la sociedad humana. Un juicio que el autor lleva magistralmente a lo largo de toda la obra entreverando las exquisitas liturgias gastronómicas de esa cena ceremonial con los sesudos y contundentes argumentos legales que fiscal y abogado defensor se escupen a la cara como si fueran sapos durante la instrucción. Gracias a este doblete de su reconocido potencial imaginativo y dialéctico, consigue Dürrenmatt que no decaigan nunca ni la atención ni el interés del público, al tiempo que orilla sabiamente los dos escollos que podrían lastrar su alegoría, el de caer en lo discursivo o el de naufragar en la moraleja. No creo que les desvele nada si ya les digo lo que ustedes suponen, que Alfredo Traps es hallado culpable, pero sí me reservo esa última carta que el viejo Friedrich escondía en la manga y que hace que la sátira, el juego, se transforme en tragedia.
Se puede decir que esa gran dama de nuestra escena que es la Portillo se inaugura como directora con un trabajo bien relevante. Sus actores están sobresalientes y, lo que no es muy frecuente en nuestro país, actúan de consuno para constituir un conjunto homogéneo al servicio del texto, que nos llega de este modo limpio y transparente. Estando todos muy bien, es de destacar la interpretación de Asier Etxeandia como el fiscal Zorn así como el de José Luis Torrijo como Kümmer, el abogado defensor que le da la réplica. Evidentemente, el destacado papel de ambos en la trama les concede ventaja así como se lo pone muy cuesta arriba el suyo a José Luis García Pérez, Traps, único personaje de la obra que va a cuerpo gentil y sin máscara que le proteja. Un impedimento que irá superando con creces a medida que se vaya integrando en su papel de acusado en el juicio y que terminará bordando al tomar conciencia por sí mismo, incluso antes de que le condenen, de su manifiesta culpabilidad. Dos observaciones, sin embargo, para que no se diga que todo está muy bien. La primera es el uso de micrófonos, que tal vez se pudiera entender en representaciones al aire libre como son las del teatro de Mérida (aunque ni la Xirgu ni la Espert los utilizaron en sus Medeas) pero es más discutible en las naves del Matadero, a pesar de la pésima acústica que han heredado éstas de su primer origen industrial. Lo siento, pero ver a un actor con un micrófono es como vérselo a un cantante de ópera, una estafa. Y la segunda tiene que ver con el uso desmesurado de la música que se ha puesto de moda en nuestros escenarios y que, en este caso, termina desluciendo el final. Una cosa es crear un espacio sonoro y otra llegar a interpretar toda una partitura que, de ser necesaria para la comprensión de la obra, debería de hacerse con música en vivo y en escena. Sí me gustaría concluir, en todo caso, que la relevancia de este trabajo no es el resultado del azar sino de un esfuerzo continuado de comprensión del texto, inteligente armado de una puesta en escena y, sobre todo, ensayo tras ensayo. Todo un ejemplo para nuestro teatro.
De manera que el público abandona la sala contento y satisfecho, aunque tal vez con la ligera sensación de que lo que acaba de ver suena algo antiguo, a teatro bien hecho y construido pero, tal vez, un poco «démodé». Y es que, ante el descaro y la desfachatez de los tiempos que corren, sólo un cuento moral se queda corto.
Título: La avería (Die Panne, 1956) – Autor: Friedrich Dürrenmatt – Versión teatral de Fernando Sansegundo – Intérpretes: Daniel Grao (Juez); Emma Suárez (Mademoiselle Simone); Fernando Soto (Pilet); José Luis García-Pérez (Traps); Asier Etxeandia (Zorn); José Luis Torrijo (Kümmer) – Espacio escénico: Andrea d´Odorico – Iluminación: Pedro Yagüe – Vestuario: Elisa Sanz – Música original: Pablo Salinas – Creación sonora: Mariano García – Movimiento: Mar Navarro – Caracterización: Javier Hernández – Maquillaje y peluquería: Elena Cuevas – Dirección y producción: Blanca Portillo – Distribución: Avance P.T. y Entrecajas P.T. – Matadero (Naves del Español) – Del 17 de Marzo al 24 de Abril
David Ladra