Críticas de espectáculos

Veraneantes/Gorki/Miguel del Arco

Metamorfosis actual del drama de Gorki

 

Porque no tiene desperdicio, déjenme que les cite la semblanza que de Máximo Gorki hace la Wikipedia al comienzo del tendencioso artículo que le dedica: «Aleksey Maximovich Peshkov (8 de marzo de 1868 – 18 de junio de 1936), también conocido como Máximo Gorki, era ruso, autor soviético, uno de los fundadores del método literario del realismo socialista y un activista político» (las negritas, evidentemente, son mías). Tras esa ficha policial que en nuestros días le habría llevado directamente a Guantánamo y que nos da tanto que pensar sobre la insidiosa manipulación del conocimiento que lleva a cabo la derecha neoconservadora en Internet, se encuentra ese escritor universal cuyas obras, desde ‘Los bajos fondos’ a ‘La madre’, siguen leyendo ávidamente decenas de miles de personas a los setenta y cinco años de su muerte. Activista político lo fue toda la vida, pero presentarlo como un autor sectario, cuya obra estuvo exclusivamente dedicada a la propaganda, es no tener ni idea de lo primordial de su función en la historia de la literatura rusa. Y es que Gorki va a ser el encargado de tender el puente que, sorteando el abismo mental que separa ambos siglos, va a conectar la subjetividad sentimental del realismo del XIX con la objetividad crítica del que va a desarrollarse en el XX. Veraneantes va a ser una de las primeras etapas de ese transcurso.

Cuando, en noviembre de 1904, Gorki estrena su tercer drama, Los veraneantes, en el teatro Komissarjevskaia de Moscú, apenas habían pasado unos pocos meses tanto de la muerte de Chéjov, en junio de aquel año, como de su último estreno, el de ‘El jardín de los cerezos’, que dirigiera Stanislavsky, en enero del mismo, en el Teatro de Arte de la capital rusa. No es que Gorki se hubiera inspirado en la obra cumbre de la dramaturgia chejoviana – de hecho, escribió Los veraneantes en 1903 – pero sí es cierto que, aunque desarrollen dos tramas diferentes, ambas obras no sólo tienen el mismo tema, el de la disección de la sociedad burguesa de su época, sino que están inmersas en una misma atmósfera finisecular y melancólica. Para Gorki, Chéjov fue no sólo su mentor – le había estrenado sus dos primeras obras, ‘Los pequeños burgueses’ y ‘Los bajos fondos’, en el Teatro de Arte – sino también su amigo, hasta el punto de que llegó a dimitir de su puesto en la Academia de Literatura moscovita cuando, en 1902 y por orden de Nicolás II, se anuló el nombramiento de Gorki como miembro de aquélla. No es de extrañar, por tanto, que la obra de Antón Chéjov fuera en aquel momento para Gorki el modelo a seguir en su teatro. Y es cierto que esos personajes suyos que intentan evadirse de la realidad de la vida ordinaria durante el largo y cálido verano tienen mucho que ver con los que terminarán topándose quieras que no con ella en la última pieza chejoviana. Puede que la lectura de Chéjov sea más sentimental y compasiva (ése anciano sirviente que queda abandonado en la casa…) y la de Gorki más implacable y ácida; puede que los personajes de Chéjov sean terratenientes venidos a menos y los de Gorki profesionales de las clases medias que, por el momento, van a más (han comprado las «dachas» que Lopajin edificó por fin en el jardín) pero ambos se refieren al mismo material humano, a esos ciudadanos desnortados que, en vísperas de un derrumbamiento colosal y a pesar de intuir lo que les viene encima, meten la cabeza bajo el ala y siguen cultivando sus pequeños placeres mientras puedan. Exactamente igual que lo hacemos nosotros hoy en día.

De ahí que esa cruda exhibición de un fin de época le vaya a la nuestra como un guante. Circunstancia que ha aprovechado el director Miguel del Arco para hacer una transcripción de la obra a nuestros días que se pega como una bomba lapa al terreno del aquí y ahora. Por de pronto, ha reescrito el texto y, con el oficio que le dan sus muchos años de guionista, lo ha adaptado a la jerga y a la situación actual. Sus veraneantes – Bárbara, Israel, Miriam, Miquel, Raúl… – son de los nuestros y hablan, visten y actúan como si acabasen de salir de entre el público que llena La Abadía. Nos son descaradamente próximos con sus «T-shirts» y bermudas de diseño, sus «whiskies» y «gin-tonics», sus telefonillos, sus «e-mails» y su continuo hozar en las charcas del ladrillo y la política. Atrás quedan los Bassov, los Shalimov y las Marías Lvovnas de principios del XX, aquí todo es autóctono y «new age». Cuando Veraneantes se puso en el National londinense en 1999, en una versión de Nick Dear dirigida por Trevor Nunn, Michael Billington, el crítico del diario The Guardian, le echaba en cara al adaptador el haber ido demasiado lejos en su afán de «poner al día» la obra sacándola de su contexto histórico. Aquí no hay «poner al día» que valga sino, como se ha dicho, una reescritura total que, partiendo de la idea y la intención de Gorki, crea una pieza nueva, adaptada a los tiempos que corren y plenamente acorde con nuestra mentalidad consumista. Pero, ¿es lícito manipular un clásico? ¿no es darle vuelta y media una herejía?

Como ya ocurrió en La función por hacer, en donde se le aplicaba la misma técnica «deconstructiva» a ‘Seis personajes en busca de autor’ de Pirandello (aunque, dada la modernidad formal de la obra, lo radical de la intervención se notaba menos), la puesta en escena de Veraneantes es un prodigio de naturalidad y buen hacer. Al haberse adaptado los diálogos de los personajes al «casting», la capacidad expresiva y el lenguaje corporal de los actores que los interpretan, la identificación entre éstos y aquéllos es prácticamente total. Todos nos suenan justos. Y es que, a diferencia de lo que suele ocurrir en la mayoría de nuestros teatros, los intérpretes no entran dando gritos en el escenario ni «dicen» su papel mirando al público, sino que se dirigen unos a otros como seres humanos que sienten y se hablan. El hecho de que la tarima prácticamente desnuda sobre la que actúan se encuentre situada en el centro de la sala y los espectadores les rodeemos y estemos casi encima de ellos, favorece esta intimidad y les hace hablar en un tono bajo pero perfectamente audible. Sus movimientos y gestos sobre la escena son ágiles y están bien conjuntados, siempre están donde tienen que estar. En definitiva, que parece que llevaran toda la vida trabajando juntos o se hubieran escapado de la RSC o de Cheek by Jowl. Luz y sonido se acoplan a la perfección con lo que sucede en el escenario y consiguen recrear en ciertos momentos ese ambiente, a la vez espeso y relajado, de la hora de la siesta junto al río o el ya más refrescante y sugerente de la copa que precede la cena, exactamente igual que los soñaron tanto Gorki como su maestro, Chéjov.

Y es en esos momentos en que el tiempo parece suspenderse en el aire cuando nos damos cuenta de que estos Veraneantes de Miguel del Arco son los de Gorki en estado puro. Ésa es la gran lección de esta puesta en escena y la respuesta a las preguntas anteriores: que hay muchas formas de montar una obra sin que sea un clon del molde original. Es su espíritu e intención lo que hay conservar de tal manera que, aún transformándose al correr de los tiempos, traslade al público la misma emoción y el mismo mensaje que intentó transmitir su autor al escribirla. De conseguirlo, como aquí lo consiguen Miguel del Arco y sus gentes, se vendrá a demostrar una vez más que una obra es grande cuando soporta sin problemas cualquier género de metamorfosis externas a las que sea sometida pero no admite en absoluto que, aun conservando su forma o su contexto histórico, se termine atentando contra su contenido.

 

Título: Veraneantes (Datchniki) – Texto y dirección: Miguel del Arco (a partir de la obra de Máximo Gorki) – Intérpretes: Barbara Lennie (Varvara), Israel Elejalde (Israel), Miriam Montilla (Miriam), Raúl Prieto (Raúl), Miquel Fernández (Miquel), Lidia Otón (Lidia), Manuela Paso (Manuela), Elisabet Gelabert (Elisabet), Cristóbal Suárez (Cristóbal), Chema Muñoz (Chema), Ernesto Arias (Ernesto) – Escenografía: Eduardo Moreno – Iluminación: Juanjo Llorens – Música original: Arnau Vilà – Vestuario: Ana López – Coreografía: Carlota Ferrer – Producción: Teatro de La Abadía en coproducción con Kamikaze Producciones – Teatro de la Abadía, del 13 de abril al 29 de mayo.

David Ladra


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