¿Vivir del teatro, es vida?
Es discutible que ‘vivir del teatro’ sea ya el fulcro sobre que el que acciona la palanca teatral, ya la crapodina sobre la que gira la calesita. Realmente no resulta creíble porque se vive de muchas y muy diversas maneras de la actividad teatral, cambiando los órdenes de prioridad por razones artísticas, éticas, profesionales, etc. Algunos pueden porque tienen mecenas o una viuda con plata que los apoya, otros porque llenan la taquilla a troche y moche, otros porque dividen entre taquilla y docencia y les da para parar la olla, otros porque, como decía Louis Jouvet, son ‘comediantes’ en vez de ‘actores’ y están facultados para hacer de todo (lo que le da más chances laborales también), otros porque tienen públicos cautivos y buena gestión de venta, y ya es oportuno poner etcétera. El artista a veces supone que el público siempre está, y aunque está claro que no es así, presupone que hay un sistema dado presto a absorverlo, como si fuera un nacido para matar, no ahorrándose de rasgar las vestiduras si éste no lo contiene. Si las Leyes de Teatro establecen y promocionan condiciones para salas de 300 personas, ¿alientan el elitismo o legalizan un inconsciente teatral? Es obvio que el teatro es masivo pero de una manera minoritaria (todo un oxímoron). Hay gente a la que les gusta el arroz con azafrán, que podría gustar a todos, pero es que hay mucha que ni se entera de lo que es.
Hay consignas como ‘La poesía la escribimos todos’ del Conde Lautreamont, que se corporiza a través de pequeñas estructuras, que no pocas veces llegan a ser de excelencia. La creación no es popular a priori. Por qué no desconfíarle a los ‘populares’ que no lo demuestran en hechos, y que creen serlo a priori. Para un creador, la popularidad es una consecuencia. Esa es su ética. Crear de súbito una necesariedad cultural, con un signo que hasta ahí era inesperado para todos. Mas no confundir la búsqueda de la ‘novedad’ con la ‘genuinidad’.
Frente a esto, lo de las vanguardias es un tema arduo, aunque hay un pequeño dato. Han sido el principal sostén de un arte de creación, a ultranza, y hasta verdaderos jinetes de su Apocalipsis en tanto presta servidumbre al sistema de dominación del hombre por el hombre. Han creado verdaderas revoluciones perceptivas, como no lo hicieron los grupos políticos supuestamente preparados para ello, pero incapaces de tabular los cambios de los cuadros perceptivos a través de los impactos de las artes renovadas y la cultura de creación. La publicidad, actividad de objetivos masivos si los hay, apela desde las técnicas de montaje, collage o actualmente de edición, todo el tiempo al encuentro fortuito de una máquina de coser con un paraguas sobre una mesa de disección. La percepción se ha surrealizado, por edición, por velocidad, en fin. Es casi un código masivo, entonces mal puede decirse que lo elitario de un momento le impida ser masivo en otro. Después están los dispositivos económicos culturales dentro de los cuales se producen los hechos teatrales. Mal puede ser un modesto equipo de autogestión teatral, responsable de pasar la prueba de la blancura de la masividad, no le corresponde. Y destruirlo conceptualmente por tal motivo cuantitativo, suponiendo que a alguien se le ocurriera tal cosa, no sería más que puro fascismo. A veces nos confundimos respecto a la popularidad de un actor, que hizo sus legitimidades en el circuito ‘underground’. Se masifica su figura, más no las obras que hacía. Una ciudad teatrofílica como Reykjavik llega a tener cuatro veces de espectadores teatrales de su cantidad de habitantes, por año. Un oxímoron cultural de un país pequeño. Ante esto lo popular es una categoría más política que cultural, y doblemente relativizada en una época donde ya nadie habla de ‘pueblo’. Entonces, ¿lo meramente cuantitativo es ‘pueblo’? O se elige la categoría ‘pueblo’ porque en él suponemos quedan subsumidas todas las chances a las que se apuesta: tener mucha gente, vivir de la actividad, darle un mínimo standard de vida a la familia, en fin. Para concluir: debe haber pocos símbolos de diversidad activa y efectiva como el que representa el teatro en el mundo a través de sus pequeños grupos de acción. Y cuando toda esa diversidad se lanza al intercambio, fomentan una de las tramas más complejas pero ricas jamás imaginadas. Un mestizaje, una autopoiesis cultural formidable. Y ninguna otra técnica que no sea la presencial, puede hacérnoslo ver. Porque acá lo popular es el teatro, más no quienes lo practican, ante lo cual deben relajarse de serlo, y preocuparse por todo lo que preocupa a los pequeños grandes grupos del mundo, en ejercicio de su maravillosa diversidad, expresa en el signo de su singularidad. Signo y cifra decisiva, como lo entiende positivamente la UNESCO, de la cultura mundial actual.