¿Bailamos un cha cha chá?
Érase una vez una mujer que era capaz de conseguir a cualquier hombre que se propusiera. Altos, bajos, flacos o feos, guapos, trabajadores, alternativos o indecentes. Daba igual. Antes o después, aquellas incautas criaturas caían rendidas a sus pies. La dueña de dichos pies no era especialmente encantadora, inteligente, divertida o bella, pero si que poseía un secreto infalible: tenía una clave que sabía aplicar a la perfección: «Les medía la distancia». Y, entonces, sabía donde tenía que colocarse exactamente respecto al tipo en cuestión. Conocía sobradamente la cantidad de aire que debía correr entre ambos en cada momento. En la práctica, tradúzcase esto al número de llamadas de teléfono al día, a la cantidad de mensajitos enviados y contestados, a cuándo quedar y cuando no; en suma: tenía claro cuánto alejarse y cuánto acercarse, según la necesidad de distancia que tuviera su «contrario».
Todos guardamos un perímetro de seguridad a nuestro alrededor. Al igual que les ocurre a los países con los mares, también nosotros damos por hecho que el espacio que nos rodea nos pertenece y esperamos, por ello, que el otro nos lo respete, guardando la distancia correcta que debe existir entre los cuerpos. Y también entre las mentes, por qué no decirlo. El perímetro de intimidad que las personas mantenemos socialmente varía dependiendo de las culturas: en la mediterránea, la distancia es menor que en Europa Central y que en los países nórdicos, en el Japón, esta barrera física es bastante mayor.
La rama de la comunicación que estudia las relaciones de proximidad y de alejamiento entre las personas se llama proxémica y distingue entre cuatro distancias. La distancia íntima, que es la que las personas guardan con más celo y que presupone una gran cercanía e incluso una unión emocional. Luego tenemos la distancia personal, que es la reservamos para amigos y familiares. La distancia social que es la usamos para interactuar con las personas en nuestra vida cotidiana y la distancia pública, aquella que usamos ante personas desconocidas en lugares públicos.
¿Han probado ustedes alguna vez a variar y, por qué no, incluso a violar la distancia de seguridad políticamente correcta, establecida y no cuestionada? Al hacerlo se rompen esquemas, tanto si se hace en exceso como por defecto. Pruébenlo. Resulta esclarecedor. Ahora bien, que quede claro que no me hago responsable de las consecuencias que el experimento pueda tener en las carnes del experimentador. Alguien que sobrepase el límite de la distancia establecida, acercándose en demasía al prójimo puede resultar desde insinuante hasta amenazador. Si mantenemos, en cambio, una distancia demasiado alejada para los cánones que imperan en la cultura en la que nos movemos, podemos resultar tímidos, miedosos o incluso gilipollas a ojos de nuestro contrario.
Y es que el espacio rodea a cada uno es intocable, al menos, de primeras. Y ese espacio, además, no está limitado por nuestra propia piel, sino que se extiende y nos rodea, como si nos desplazáramos dentro de una especie de burbuja personal. Esta imagen me hace pensar inmediatamente en el regalo que nos hizo Laban con su icosaedro. Por otra parte y, salvando las distancias, ¿Quién no recuerda, al menos de mi generación, aquello que Patrick Swayze le decía a Jennifer Grey mientras le enseñaba a bailar en Dirty Dancing?: «Este es mi espacio. Este es el tuyo. Yo no entro en tu espacio y tú no entras el mío. Y, ahora, bailemos el cha-cha-chá.» Escénicamente, hay muchas cosas potentes. Una de ellas es ver a dos cuerpos en oposición manteniendo la distancia de seguridad mientras se devoran con los ojos. En un caso así, el conflicto del teatro está presente por triplicado: en cada uno de los cuerpos de los actores y en la figura que forman los dos en ese quiero y no puedo.
Anne Bogart, directora norteamericana comprometida y voraz, afirma que las distancias medias son para la vida cotidiana, para las relaciones en sociedad. Es una distancia media la que mantenemos ante los demás y ante las cosas a lo largo de la mayoría de nuestras vidas. También es una distancia media la que asumen la mayoría de medios de comunicación a la hora de abordar un tema de actualidad. En el teatro, las medias tintas no suelen servir de nada. Por eso, a los actores siempre se nos anima a llevar nuestras propuestas hasta el final y esto se puede aplicar también a la distancia que mantenemos con los compañeros cuando trabajamos con ellos en escena. De hecho, la relación espacial entre actores es uno de los 9 puntos de vista escénicos con los que trabajan la Sra. Bogart, directora de la SITI Company y Tina Landau co-autoras del libro The Viewpoints Book. Son muchas las compañías de teatro y danza que los utilizan.
Según los puntos de vista escénicos, la relación espacial es la distancia existente entre las cosas que están en el espacio escénico, especialmente, la distancia de un cuerpo a otro cuerpo, de un cuerpo o cuerpos a un grupo de cuerpos, y de un cuerpo a la arquitectura del espacio. Se trata de una variable que los profesionales de las tablas pueden aplicar y conjugar a la hora de improvisar y tejer sus creaciones. Es al llevar la relación espacial, es decir, la distancia entre cuerpos, a los extremos cuando empiezan a suceder cosas y la escena comienza a hablar por sí sola.
Eso sí, jugar con la distancia conlleva sus riesgos: Ojo a los posibles bofetones, a los besos e incluso al olvido…