El adolescentrismo
la parodia como vicio
Linda Hutcheon aborda una definición de la parodia como estrategia de apropiación del pasado. Interesa traerla a cuento, refiriéndola a la actividad que nos convoca, en sus múltiples pulsiones de teatralerías despolitizantes. Si la parodia como re-textualización irónica de un texto se tomara a sí misma como carne de mofa, se transformaría (y no tardará en hacerlo) en la parodia de una parodia, cosa que subsanaría en parte la fuga de voluntad de sentido que se produce cuando la des-apropiación respecto a los flujos reales, quedan ironizados en una falsa suficiencia, una bufonada que en su desmesura hace difícil entrar a otra cosa que no sea el presente ritualizado como broma. Así, el lado oscuro, y se supone serio, de una obra, no aparece, mejor dicho, es escamoteado. El texto no tiene la prerrogativa de reclamar sobriedad o respeto, pero se ve informalizado, y por ende, hincado por el metatexto humorístico, a través de superposiciones, simultaneidades, regodeos. Se performatizan acciones como olvido a tematizar con propiedad. La informalización de la parodia también es una desmitificación de lo importante, pero pintando la piel de los muros, sin conmoverlos en verdad. Reacia a rearmar con enjundia el pasado, la parodia se vacía, y deja todo como está. Si ponemos esta lectura en relación a la crítica instituida de la Representación, la parodia no termina por conmoverla, permanece dentro de sus reglas y leyes. De ahí que la parodia de la parodia, pueda ser en verdad un desmantelamiento de sus mecanismos alienantes, un ataque cierto a la política de la representación.
la presión de las modas
La contraparte languidescente es el tema de la no-actuación, la no representación, la no narración, e inclusive el sentido que desde Hans Thies Lehmann se debate como posdramático. Por supuesto que así como el teatro de representación tiene su retórica, este otro que lo cuestiona tiene la suya, lo cual puede llegar a ser un tema de mala conciencia reivindicar mecánicamente una cosa por otra, nada más que desde una razón de gusto personal o generacional. Por lo que la cuestión no pasa por el ‘formalismo’ de una solemnidad (el resguardo de una ‘seriedad’) o por una textofilia. Se trata, más bien, sobre que para desmontar la representación previamente hay que desguazar una idea capitalista de espectáculo. Esta alienación del hombre por la sustracción que el sistema hace del mecanismo propio del teatro para conformar una ‘sociedad del espectáculo’, los artistas representacionales se cuidan de denunciarla, con lo cual son cómplices al menos del mecanismo cultural que hace poder. Esa es la obscenidad de la representación y de los actores que actúan. En un mercado cuyo poder es tal, que la auto-organización sectorial se hace en base a golpes de fuerza que privilegian a uno sobre otros, sin tener en cuenta para nada sus rangos artísticos.
El problema del teatro ya no pasa por un emplazamiento metodológico que lo lleve a crear directamente en escena como contraparte a un imperarivo textótico (ese teatro psicóticamente textual). Diera la impresión que el teatro que se crea directamente de la escena opera como reaseguro del mismo viejo edificio teatral que no puede menos que parecer vetusto. Ya el problema, más que llegar a un teatro que no se representa, es llegar a un teatro que se niega como teatro, según decía Artaud. Es verdad que lo viejo impacienta y harta, aunque también vale desconfiar del mero biologismo de una percepción generacional que por sólo eso reivindique una prerrogativa etaria y aggiornada a su tiempo. Porque no es menos cierto que el adoles-centrismo pudre cuando se habla de arte. Pocas son las obras que concitan la atención diversificada de un público que por eso, haya que entender como muchos públicos (múltiples). Casi es difícil ver una obra que supere la barrera de la propia tribu. Si no está la dictadura de los licenciados, está la de los intuitivos, la de los orgánicos o la de los impenitentes borrachos de la anti-academia. Por esto mismo, el teatro a la mano no puede ser profundo. Todos aman por una cosa u otra, y de manera egocentrista, su retórica. Pero no aparece el motor transformador que coloque a una comunidad entera en la mutación de los factores que llevan a ese arte muerto. La dialéctica competitiva del que representa o no representa, atrasa. Sin contar con que el terreno artístico, no está para nada libre de la lógica en la que se impone la ley del más fuerte.