La fuerza cruda del canon
Suele explicarse los males del teatro, por el empecinamiento megalómano de algunos histeriquillos con ganas de llamar la atención, quienes con su pretencionismo pseudo-vanguardista o experimentalista no vendrían a hacer otra cosa que a terminar asustando, aburriendo o perplejizando al público. Y al público que ha de ver a todos, para colmo. Por eso, el pecadillo de avanzada no está localizado, interesa a todos. Supuestamente, aunque no está demostrado, aquella gente mal impresionada ya no volverá más al teatro. Lo cual se esgrime con cargos y culpas a sus espantadores. El trasfondo de la acusación pasa porque faltan contra el teatro sancionado, el que le gusta a la gente, el teatro conocido, que desiste de andar buscándole su quinta pata, lo cual supone espontáneamente que ha de ser el que lo acerca. En el fondo es una condena a que el teatro no ya se renueve, mínimamente se actualice, porque ese propósito sería la causa que asusta a la gente. Así, lo ‘malo’ se endilga a esa voluntad de cambio, con toda lo que conlleva de moralina y otras menudencias eticidas al estilo. Con más con menos, este razonamiento se pretende una explicación a las supuestas crisis de público en el teatro, de los que se habla como si siempre fuera llamado a ser entusiasta y masivo. Suena más bien a que, quienes esgrimen esta argumentación, deben esforzarse un poquito más, porque lo que llama la atención de tales ‘propuestas’ es que si de por sí van destinadas a poca gente, por qué suponer entonces que habrían de tener responsabilidad en la crisis general de esta arte milenaria, a partir de considerar la acotada incidencia que se les endilga. Si tales cuestionamientos encuentran pista para carretear, sin duda es porque no verifican en fuente objetiva tales datos. No es más que una mala fundamentación del asunto, porque un mal experimento teatral, no releva a puestas geniales, de absoluta vanguardia, porque además pertenecían a tiempos de vanguardias, como ‘El balcón’ de Genet por Victor García (Sao Paulo-Brasil), ‘The Civil Wars’ de Bob Wilson, ‘El príncipe constante’ de Grotowski-Cieslak, las que a base del tremendo impacto causado en sus públicos, contradirían por sí solas esas aseveraciones tan ligeras. Si aún se habla de vanguardia en la posmodernidad, es porque el valor de cambio de lo novedoso, adscribe a tal situación. Y en este caso, el vanguardista vendría a representar una exacerbación del individuo que transgrede el paradigma adocenante, en el que deben incluirse las contemplaciones imperiosas de los que han de protagonizar su consumo. Así, nada más adivinarse hipertrofiadas actitudes yoicas en un artista, deben encenderse las alarmas porque no es otra cosa que apetito singularizante, con el que aquel juega indirectamente su postulación inconsulta a genio. Y es curiosamente (o no tanto) el ‘progresista’ el que pone el grito en el cielo por el atropello que el veleidoso foco diferencial le hace a la sana voluntad democrática. Los genios han de estar mal vistos, le hacen el juego a la reacción, son antisociales. Pobres de las sociedades que aún precisan genios. Son un arcaísmo.
Pero, he aquí que más bien parece que la cosa es al revés, es decir, tanto se aboga por sostener al teatro en moldes y estructuras perimidas, que los nuevos realizadores se abocan, con distintos resultados, a buscarle salidas. El teatro desde el punto de vista edilicio, es hoy un símbolo casi museístico, donde celebrándose al teatro como objeto agalmático, se celebra lo heredado (lo dado). Pero, el espíritu de transformación que se pone en un trabajo, simboliza también las ansias de ver cambios en el mundo donde esas artes están inmersas. Por lo que aquellos rechazos develan un descompromiso con los procesos dinámicos de las artes y por los caminos anfractuosos que éstas, en el mundo que vivimos, deben transitar.
Lo de siempre, mientras hay artistas que toman las herramientas para hacer eclosionar una forma insospechada de teatro, otros sólo gastan sus cánones. Vale citar a Hans Magnus Enzenberger: «Jamás se dio el caso de que una vanguardia llamara a la policía para deshacerse de sus adversarios; han sido siempre las ‘fuerzas sanas de la tradición’ las que han sancionado la censura, la quema de libros, el amordazamiento y aun el asesinato como prosecución de su crítica por otros medios, echándoselas de liberales hasta tanto las circunstancias políticas les permitieran —más propiamente, les ordenaron— emular procedimientos contundentes.»