Dealers de la democracia
El presente título responde a la constatación de que en un sistema injusto, lo que eufemísticamente se denomina comercio no es sino una relación que administran los vende-muerte. En ese contexto, el teatro susceptible de calificarse de concupiscente, según se imponga con todo tipo de concesión o golpe bajo, termina captando y formando al público de tal forma, que sería un signo de ‘crispación’ atreverse a negar su derecho a existir. Allí, un campo cultural como ‘la farándula’, que precisa de una ética doble faz y doble ancho, no reniega ser la portadora conformista de los (dis)valores de la derecha y cualquier cuestionamiento a ella, un exabrupto fascista que atenta contra la pluralidad. Como se ve, hoy la palabra democracia sirve de moneda de cambio para la transacción de todo tipo de traficante, y a partir de sus drogas de diseño, cualquiera puede abrigar su frío con el cálido ataúd de la no existencia. Los raquitismos devenidos de la inanición cultural no son distintos a los de cualquier anorexia alimentaria. Uno de los síntomas se observan en los foros digitales de los grandes medios hegemónicos de prensa, donde el gesto de cualquier oposición no viene sino expresado en la más abyecta derivación hacia catárticas coprolalias. Lenguaje soez revelador de su alimento de origen: la mierda. Pero una mierda lavada, biodegradada, porque al fin de cuentas «allí donde huele a mierda, huele a ser»; pero «hay que ser alguien (…) atreverse a mostrar el Hueso, y a olvidar el alimento» (Artaud). Trata de imprimirse así, en una indigencia de argumentos que es resguardo reincidente de las mismas causas que rompen la utopía del ‘para todos’, el sello indeleble de un conservadurismo de cuño similar al que habilitara las horrendas dictaduras latinoamericanas al calor del Plan Cóndor impuesto por EEUU. Las mismas ambrosías consecuenciales y letales, comienzan a ser degustadas en otras latitudes impensadas del Primer Mundo.
Con todo, no hay que prescindir que en tales territorios, distintos sectores del público de espectáculos, en este caso de teatro, aún en la condición minoritaria que imponen sus formatos artísticos, no sólo la ven de espectadores, trabajan de ello. Es más, no sería errado calificar su imponderable amor al arte como de militante. No puede prescindirse en los análisis, de este rasgo que valoriza a cierto público, potenciándolo en su decisión sobre otros sumidos en la elegante indiferencia o direccionamiento que imponen los medios. Ese amor, no es un acto de voluntarismo romántico o demodé. No todo público es aleatorio o ‘espontáneo’, como suele decirse. Es que hay un público virulento en tanto su presencia en las salas es decisional. Gente que ve, que sabe de teatro, que va a las salas porque quiere y elige ir. Esto tiene implicancias importantes: ese público amerita estar actualizado como a priori supone estarlo aquel artista que propone en un nivel perceptivo que no es el acostumbrado. Queda claro que ningún trabajo, por el solo hecho de que en sus consignas se plantee salir de lo común, ya es bueno. De lo que se trata es que ese público tiene derecho a manejar los elementos decodificatorios, que han de ser tan aggiornados como se pretende el rango de la propuesta que ve. Es un gesto de igualdad mínimo. También entre emisor y receptor hay una política que supone poder, economía y derechos. Muchos falsos ‘renovadores’ prefieren trabajar con un público incauto al cual paternalizar en su perplejidad, desprevención e ignorancia. ¿Habrase visto una pseudo-vanguardia al servicio del statu quo? Menuda paradoja, o mejor, abyección cultural de débiles mentales que creen que la creación supone alguna forma de prerrogativa de índole espiritual, que estampa la marca de lo artístico en un nivel inalcanzable o sublimado. Jorge Urrutia dice en «El teatro como sistema» que sólo un modo de ver teatro supone una formación de espectadores, fuera de todo didactismo o aleccionamiento. Hay un poder de los hechos, lo que implica que los hechos nunca paridos también guardan la cifra de un aprendizaje escamoteado. Si se recabara entre espectadores standards, respecto a alguna eventual polémica que se libra en medios específicos, entre un crítico y un director ‘avant la lettre’, por caso, dirían que les suena a chino. ¿La opción es nivelar para abajo? Nunca falta aquel que por citar a Mao en «Primero masificar, después elevar», adopte en el hall cultural una pose ‘cool’, aún cuando el acto de ejecutar esa idea y lo que justifica, sea repulsivo. Es que se trata de la misma fecalidad.
Ya en el teatro clásico como ‘escuela de buenas costumbres’ existía un sesgo pedagógico. En estos tiempos los gustos se dirimen por cierta criptología urbana que señaliza los sitios donde se confabula la no mediocridad, la anti-medianía. Todo un emplazamiento que no es simple enarbolar. Las privacidades, cuasi clandestinas, no escatiman en urgencias, en cierto espíritu de guerrilla espiritual. En cierto training. No se lleva de campaña al receptor, desprevenido, sin equipamiento adecuado, sin entrenamiento específico. Ni se fusila al que quiebra en el monte, sabemos que es una campaña ‘en contra’, siempre lo es. ¿Acaso ha de fusilarse con el desprecio a los espectadores no entrenados, que quiebran por no poder entrar al código renovador de los espectáculos? No puede guardarse el manual en la mochila por eso, porque el otro no sabe; el placer de conocer es avanzar de consuno.
El público no pocas veces cree que el plano activo deben dárselo, porque no sabe que él puede tomárselo. Aunque parezca increíble, eso precisa (quién sabe) de una enseñanza, pero sí de un aprendizaje. Es lógico que a veces no se sepa ser libre y haya que aprenderlo de otros. En esto, el arte es un maestro incomparable, en tanto enseña que hay que aprender a aprender. El crítico colonizado no quiere eso y le dice a ese espectador: «no te dejes hacer la cabeza, sino entendiste es porque te faltan el respeto, te denigran, te dejan en ayunas a propósito, para instalar su poder en ella. Exígeles las obras que te niegan». Siendo así, mejor sería no ampliar el horizonte de expectativas y poner la marcha atrás.