Zona de mutación

Rol(ex) del Estado

El rol del Estado puede ser una fórmula que internaliza cierta pasividad porque presupone que ese rol existe, cuando es claro, por lo menos bajo la forma que se espera, que no. Obvio que los que esperan tampoco cumplen con los suyos acabadamente. Tener un rol implica activar una posición voluntaria y consciente. Si se cree que esto debe ser hecho desde ambos lados (Estado-Sociedad Civil), es porque se descuenta rápidamente que se habla de/en una democracia, a la que tampoco hay que dar por descontada. Una cosa es la relación con el Estado dado y otra la que incorpora idealmente los trabajos de los gobernados. En democracia no hay contraindicación, a priori, para ir al Estado, aún para forzar posiciones, y torciendo la intención del gobernante que querrá hacerlo ver como convalidación a su gestión. Pero, nunca es ocioso decir que el Estado no es el gobierno. Antes de esto, puede que la puerta esté cerrada, como que muchos se autodisuadan de golpearla porque tienen otra idea política a la del gobierno en el poder. Autoanular el ejercicio de un derecho cercena la crítica al poder que se prejuicia. Un ente representativo es conciencia organizada que potencia presentaciones y petitorios. La interlocución en tiempos de crisis decae desde que las entidades representativas del sector artístico dejan de ser llenadas de militancia y participación. Si el sector interesado no es quien marca las necesidades, tampoco impondrá la agenda en donde se celebre el diálogo propicio a dar respuestas a las mismas. La crisis no releva de responsabilidades. Esto es más bien el gracioso concepto de la gestión como indolente administración de fondos ajenos (públicos), y que son el único reaseguro existencial del funcionario a cargo. Cuando carece de fondos tiene todas las coartadas a la mano que explican su inacción, aunque no lo privan de cobrar su sueldo. La molicie del funcionario no es maligna porque explica su inepcia sino porque oculta que hay muchas cosas que se hacen sin dinero en tanto hay canales públicos que las viabilizan. Claro, pero es el camino más largo. El administrador que hace pasar a la cultura como gasto de un gracioso efectivo, es el que franquea el camino al superior que la deniega como superflua. Habría que considerar que el sentido de golpear una puerta en democracia, a cara pelada y a puro rostro, ayuda a que la gente se vea como público y no como masa. La cuestión público-masa (de ‘pueblo’ en el neoliberalismo no se habla) la planteaba el sociólogo teatral Jean Duvignaud. Mejor será incorporar la idea de un ordenamiento geocultural desde adentro hacia afuera y no esa especie de externalidad centralizada que le suponen siempre las grandes metrópolis al resto de las poblaciones de un país. Es cuestión de ver si lo que guía el espíritu creador de un pueblo (su ‘volkveist’ según los románticos alemanes), ha dejado de ser regido por razones éticas e íntimas o sólo responde a potestades externas. En ese dilema, se supone, debiera instalarse lo que mal o bien se denomina ‘teatro independiente’, a jugar en ese ‘entre’, delimitando un espacio dialéctico donde se dirime si ese espíritu creador de un pueblo es parte o no de una responsabilidad de Estado, fuera de los dirigismos del control social. En el caso de los populismos neoliberales, el electorado es masa cautiva disponible para explotaciones extraculturales (políticas o mercadotécnicas) porque Estado y Capital son crucialmente concordantes. El pensamiento crítico en esa disposición histológica de lo social es un cabo suelto que el Poder combatirá debilitándolo, porque en términos genéricos constituye la concepción antropológica de un ‘hombre social que crea’. No se ve entonces cómo el teatro independiente (la cultura independiente) podría ganar un espacio que no sea como oposición. Coleridge decía que había que fundar la civilización en la cultura porque para ser ciudadanos primero hay que ser personas. Sin oposición no hay cultura de creación sino de obviedad o de crasos intereses políticos. La cultura es la chance de hilvanar las tribus, es la coincidencia en lo diverso, la comunidad que se logra ante el caos egótico. Para eso el Estado objetiva la subjetividad de todos, la viabiliza, la representa. La cultura de creación gestiona el sentido de la vida común, el que a tenor de su valor religante, convierte al Estado en apóstata cuando lo olvida. De allí lo improcedente y cómplice de relevarlo de lo que debe cumplir. La confusión está en que para ejercer esa oposición, el ‘hombre que crea’ deduzca que debe ser excluido o auto-excluirse de seguir reclamando su derecho, no a ser apoyado sino a disponer de los medios para su trabajo. El Estado juega parte de su prestigio democrático más en las malas que en las buenas. Aquel que por coherencia ideológica y falsamente ética sustrae su exigencia, cumple un rol reaccionario en el sistema. El escepticismo por tal reclamo convierte al propio sector cultural en partícipe necesario de fascistizar la democracia. Esto hace pensable que los que se sustraen de exigir, son funcionales a lo que se marca como el ‘no-hacer’ del Estado. Un cuadro cultural que se precia disputa hegemonía. No extraña entonces ver al teatro independiente sumido en la guerra de imágenes. No son momentos de iconoclasias, justo cuando debe dejarse testimonio de una diferencia que puede redundar en una intensificación del sistema elegido. Se dice democracia en este caso en contraposición al riesgo de golpes de estado encubiertos, exculpados a su vez por las necesidades ‘imperiosas’. Trabajar con la realidad significa en este momento trabajar a ultranza con la capacidad de cambios gestionados por la propia democracia. Si «el socialismo sólo se puede construir sobre una base democrática» (Pasolini), no anula que un falso progresismo sin bases en las condiciones de la realidad, optó siempre por dar el portazo y conceder que los gobiernos de la democracia formal administrasen la cultura con sus amigos. Es una coherencia pero con trasfondo de huída. Muchos portazos sobreactuados vendrían a solventar consignas radicales que tratan de convertir a todo esfuerzo por construir un imaginario libre, en un mecanismo de corrección vulnerable a la cooptación del statu quo. Pero cuidado con los consignimos apenas destinados a purgar la neurosis política del sí mismo.

Cuando se reduce el gasto público, se achican los presupuestos o se los corta de raíz. Se genera la prescindibilidad cultural. Hay que luchar detrás de los telones donde se deciden los presupuestos que los ajustes recortan y que rara vez se restauran. Cuando la cultura servicio público se va como arte, sólo vuelve (si vuelve) como negocio. La cultura debe reclamarse como derecho y no meramente como Plan Cultural que ponga a trabajar al burócrata que se quedó sin recursos. El Nuevo Plan es sin ese circuito de inoperancia y complicidad con cercenamiento cultural en el ajuste. La participación ciudadana no implica sumarse al posibilismo del funcionario y menos ayudarle a explicar lo que no hace. Vale más tener en cuenta que en donde no se marca la necesidad, no se hace el presupuesto.

Para el Poder los ciudadanos son siempre hijos, pero… los hay parricidas.


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