Reportajes y crónicas

Crónica siete: Cangrejo II

Terraza del hostal evangelista, cañerías a modo de laberinto, cuerdas de tendales y otros obstáculos. No se ve casi nada, hace viento y la noche se ha vuelto húmeda y fría.

Junto a un muro se reúnen al salir la luna los ‘yenin boys’. Entre canciones del móvil y cervezas clandestinas se van desgranando historias y sueños.

Llegamos cerca de la medianoche y todavía hay ganas de compartir. Siempre hay ganas de compartir. El tema esta vez es su propia ciudad, Yenín. Quizás la ciudad más castigada durante la Segunda Intifada, donde el poder de Israel ha dejado huella en cada una de sus piedras.

A. comienza su historia como quien habla de unas vacaciones en la montaña. Ha pasado por la cárcel pero su sonrisa veinteañera no puede esconder su vulnerabilidad. Nos cuenta que, cuando era pequeño, él y sus amigos de Yenín sólo tenían una diversión: tirar piedras a los militares israelitas. Apunta que, a veces, alguno de la pandilla moría, pero que estaban tan habituados, que a la semana siguiente volvían a enfrentarse a los tanques.

Sigue contándonos que cuando el ejército sitió la ciudad durante nueve días y nueve noches, descargando misiles y fuego de artillería, su padre lo ‘escogió’ entre todos sus hijos para que junto al hijo de la otra familia con la que se escondían fueran a buscar víveres por las calles. Volvieron vivos, sí, pero con pocos alimentos (su cara se ensombrece al recordarlo).

N. Continúa el relato, a su manera, con un aire teatral, su primera frase es -te voy a contar una historia- explica como fueron esos nueve días -primero bombardearon el campo de refugiados, después entraron con bulldozers y, cuando ya no quedaba ningún edifico en pié, entraron los soldados para certificar que habían barrido toao esa pequeña ciudad dentro de otra-. Pero… dice N. -Eso no fue lo peor-.

Y sigue -las calles olían a muerte y desesperación, los cuerpos se esparcían entre los escombros…pero eso, Iván, no fue lo peor, el primer día toda la gente estaba encerrada en su casa sin moverse un milímetro de su sitio porque ante cualquier movimiento los francotiradores disparaban a matar- pero apuntilla – Y eso no fue lo peor, tampoco fue lo peor que durante semanas no tuviéramos agua porque los israelitas echaban los cadáveres en el embalse, que durante los siguientes meses el ejército siguiera entrando en la ciudad ordenando el toque de queda durante días, y que sólo pudiésemos salir dos horas a la calle -hace una pausa y repite- tampoco fue lo peor que impidieran entrar a las ambulancias, que no dejaran enterrar a los muertos, pero eso, Iván, no fue lo peor, tampoco lo fue la construcción del Muro, ni perder nuestras tierras, ni siquiera que una generación se quedase sin ir a la escuela.

Lo peor, (y aquí se hace un silencio total), que nos ha pasado es que todo esto lo podemos contar sin llorar, así tan tranquilamente, porque lo que perdimos en aquel ataque no fueron las tierras, ni los muertos, ni las casas, perdimos la capacidad de sentir, de amar, de emocionarnos-.

Cuando N. acaba nadie habla, pasan unos segundos y le miro a los ojos, casi sin voz y con la que me queda bien ronca (después de los entrenamientos de estos días) le digo que: -alguien que ama el circo como lo amáis vosotros, que os esforzáis tanto por entrenar y aprender, que sois capaces de hacer un show como el de esta noche en Nil´in, que os entregáis en cuerpo y alma para que los niños palestinos puedan ver por 1ª vez en su vida un show de circo, no podéis haber perdido la capacidad de sentir y amar.

Me emociono y le digo -Mira N. cuando yo volví por segunda vez a Palestina recuperé la capacidad de confiar en la humanidad porque descubrí en el pueblo palestino una confianza inagotable en el futuro, más allá del exterminio que impone Israel, la existencia del circo palestino, la existencia de gente tan bella y tan noble como vosotros hace que el circo y la cultura sean un lugar, todavía hoy, en el que poder construir nuestros sueños… por eso amo este país-.

Iván Orado, Ramala. Séptimo día de Ramadán.


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