A veces, septiembre
A veces, da miedo morir. Cerrar puertas. Entregar las llaves de la casa a otra persona, hacer la maleta y partir al encuentro del propio destino.
A veces, las tareas nuevas llegan sin avisar. Alguien arriba con ciertas funciones claras que desempeñar y despierta una mañana con una invitación a entrar de lleno en el meollo actoral. Y acepta el reto.
A veces, dos países se entienden a la hora de crear. Y se suceden tres días de respiración conjunta en la cueva teatral. Y empieza a surgir material escénico válido como si fuera agua brotando de una fuente mansa.
A veces, uno empieza el nuevo curso a cargo de un personaje que meses antes ni osó soñar. Es un bello animal que cabalgar ante el que se debe sentir respeto, pero jamás miedo. A veces, se quiebra el equilibrio personal. Llega entonces la hora entonces de aferrarse al clavo ardiendo de lo teatral. Y de dejarse llevar.
A veces, las circunstancias cambian y la vida sigue. Las fichas se mueven sobre el tablero. El peón se convierte en Reina y, tal y como dicen los Vetusta Morla, la puta se viste de Rey. Saber aceptar los cambios, aprender a moverse con ellos y no quedarse anclado en aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor forma parte del juego. Se lanzan los dados cada septiembre y la casilla de salida puede ser, a veces, muy distinta de la que esperábamos que fuera. Al menos, y aunque sea con ciertas sorpresas, sabemos cómo empieza la partida, pero no cómo acaba. Y si no, echen la vista atrás y deténganse un momento en el septiembre pasado. ¿Recuerdan cómo olía? ¿La textura de sus días? ¿Imaginaron por un momento que iban a estar con quien están ahora, donde están ahora, escribiendo lo que escriben ahora, aprendiendo los textos que memorizan ahora o creando las escenas que crean ahora?
A veces, llega septiembre. Normalmente, una de cada doce. Y es entonces cuando hay que escuchar a Battiato cantando aquello de saber intuir el alba que se esconde detrás de cada atardecer.