El giro hermenéutico

Los veraneantes en días felices

Ha transcurrido un siglo y siete años desde 1904, año en el que Máximo Gorki escribe Los veraneantes, su corrosiva crítica a la feria de las vanidades humanas exhibidas durante el período estival. 50 años desde que Samuel Beckett creara a Winnie enterrada en un montón de arena, dejando pasar sus Días felices a golpe de cotidianidad.

A diario, bajo a la playa como quien se traslada a un enorme espacio escénico. Tanto si voy sola como si voy acompañada, me gusta pasear a la orilla del mar. Todos somos voyeaurs observando cuanto acontece en ese momento de quietud veraniega, en el que aparentemente, no pasa nada. Pero sí que pasa: muchos personajes teatrales como Winnie, Barbara o Israel irrumpen en mi paseo marítimo; asisto a ensayos de piruetas y acrobacias de circo sobre la arena; mucho teatro infantil; todo, en este espectacular escenario natural de mi infancia. La naturaleza nos regala una escena que debate su sentido de ser entre la atmósfera sonora cargada de olas que atracan a una orilla que se deja querer y el paisaje humano de vida misma, arrastrada de ciudades y zonas rurales a una experiencia más primitiva y salvaje. ¿No es estupendo disfrutar de días enteros casi sin ropa y sin trabajar? Viejos conocidos reaparecen en traje de baño como en el más disparatado y ácido teatro del absurdo y me ponen al día de las escenas y actos de su vida. Me presentan a sus nuevas parejas con las que comparten divorcio y niños, ahora, en un nuevo y feliz acto playero en un verano idílico. Un profesor de mi adolescencia al que veo todos los veranos se hace el loco y aparenta no conocerme tras varios cruces por la misma orilla; le saludo con un tímido –hola- a buen ritmo, y con el agua por la rodilla. Los niños son los verdaderos protagonistas del primer acto de esta comedia humana: hacen castillos en la arena, se rebozan como croquetas, juegan al fútbol, ceban olas hasta el infinito de un día que parece no tener fin. Los juegos acuáticos son la salsa de todos los veranos: lanchas, bananas, patines y toboganes tridimensionan y conforman el horizonte de un fondo de escenario que lejos de los acartonados e inmóviles telones pintados de otras épocas, conectan con los conceptos de ritmo y volumen de Appia o Craig. Lo que antes me sumía en una cierta zozobra, ahora me llena de una grata satisfacción: abundan como siempre, -y más ahora, en plena crisis- familias enteras unidas por toallas y sombrillas, haciendo patria común con nosecuantas neveras llenas de las viandas y manjares veraniegos que hacen las delicias de nuestros protagonistas españoles: desde el ligero gazpacho, a la bienintencionada tortilla de patata, pasando por la paella, bocadillos y sándwiches de toda raza, pasta de colores con atún, aderezados con todo tipo de bebidas lácteas, isotónicas, alcohólicas y de frutas. Esto, siempre precedido por el común picoteo recién salidos del agua marina, de ganchitos, panchitos, patatas fritas y snacks de lo más variado, de todo gusto y condición. El festín del verano servido en este natural escenario es una orgía para los sentidos: calor, aromas de bronceadores, humedades, técnica de paños mojados que al natural, superan en resultado a los artistas griegos, cuerpos de todas edades brillando, turgentes o decadentes.

A quienes no pasamos todo el día en la playa, sino que más bien, la visitamos con pudor, el paisaje de una marea baja en plena caída de la tarde acompañada de la comedia humana al completo, resulta increíble. Como en las mejores funciones, se han colgado el cartel de «no hay localidades»; lleno absoluto; éxito de público. No veo a nadie que haga el más mínimo gesto de volverse a casa, subir al apartamento, o probar con otro plan. Ahora todos estamos disfrutando catárticamente del verano. Es una energía tan especial que hoy me trae esta reflexión: el verano de millones de personas es un rito cultural y social tan incorporado como necesario. Y les hablo con conocimiento de causa; soy canaria, y llevo tres semanas viviendo a diez metros del mar. Felices Días felices!


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