Mirada de Zebra

Principio de incertidumbre

Heisenberg, un renombrado físico alemán, mientras estudiaba la estructura del átomo quiso determinar en qué posición exacta se encontraba un electrón en un momento dado. Tras múltiples intentos fallidos se dio cuenta de lo imposible de su tarea. Para observar la posición de un átomo era necesario iluminarlo y sucedía que las partículas de luz, los fotones, al ser de un tamaño similar al electrón, movían el propio electrón, por lo que siempre modificaban su posición. La luz, imprescindible para observar cualquier elemento, impedía al mismo tiempo ver con precisión. A partir de esta enrocada situación, Heisenberg comenzó a hablar del «principio de incertidumbre».

Podemos mirar y al mirar imponer certezas con la misma facilidad con la que se pone un sello en un documento burocrático, y dividir así la realidad en etiquetas reconocibles y perdurables. Mirar y hablar del mar azul, mirar y llevarnos la mano al lado izquierdo del pecho si duele el corazón, mirar e imaginar que el infierno es un paisaje con olas de fuego. Podemos seguir mirando, pero esta vez intuyendo que la luz que nos permite ver cambia la realidad de posición. Observar la realidad como Heisenberg observaba el átomo y pensar que tal vez el mar no tiene color, que quizá aquello que duele en el pecho no es sino aire, y que lo que llamamos infierno frecuentemente nos vigila desde el piso de arriba vestido de frac.

Frente a una creación se abre esta vía de dos sentidos: crear buscando plasmar certezas o crear siguiendo el rastro de la incertidumbre. Para la primera opción el hábito está mejor educado, pues muy pronto nos enseñan que en una creación todo ha de estar justificado, que cada elemento ha de tener una razón de ser; de lo contrario mejor deshacerse de él, no vaya a ser que propague el caos al resto de la obra y, en consecuencia, la incomprensión y el rechazo al espectador. Por eso siempre se aconseja desestimar lo que viene dado por la arbitrariedad y razonar a cada paso, obedeciendo la ley de la causa y el efecto. La obra debe ser un recorrido bien señalizado para que el espectador no se pierda por desviaciones que desembocan en el aburrimiento o en cavilaciones sin nuez. «Una creación requiere estar sustentada en razonamientos y justificaciones». Escuchamos esta frase que suena a ladrillo cayendo sobre arena y no parece que necesitemos más explicación. La necesidad de aplicar una lógica se reafirma a sí misma.

Se entra pues en el reino de la justificación y se cree que todo puede calzarse con un buen argumento. Parece ley que cada elemento nazca de un por qué. Y puestos a razonar, se busca incluso razonar la belleza, el espanto o la atracción, cuando ni la belleza, ni el espanto, ni la atracción en su estado bruto se acogen a ninguna razón. La belleza y el horror lo son sin que medie explicación alguna y lo que atrae no necesita justificarse para aparecer. En esta aparente sinrazón aparecen entonces las preguntas: ¿La incertidumbre que es sólo desasosiego, algo que simplemente resquebraja nuestras convicciones, acaso no sirve como materia creativa? ¿Lo injustificado tiene de facto negada la existencia a la escena? ¿No hay espacio allí para lo hermoso sin nombre, para la putrefacción sin nombre, para la seducción sin nombre? ¿Pueden estar las cosas sin obligarlas a ser?

Hablo de todo esto e inevitablemente me viene: el oso que aparece repentinamente acechando a los burgueses hacinados en el salón ideado por Buñuel en «El ángel exterminador»; el personaje con maleta que inexplicablemente aparece en varios capítulos de «El decálogo» de Kieślowski; los extraños sonidos en «El sueño de Andersen» del Odin Teatret cuando sorpresivamente la escena se quedaba sin luz o el anciano que cruzaba lentamente el escenario en «La tentación de San Antonio» de Bob Wilson. Imágenes que me acompañan desde hace tiempo sin haberme pedido permiso y que transcribo ahora, precisamente ahora, cuando alrededor, lejos de la ficción escénica, la incertidumbre se cierne sobre cualquier certeza que se disfraza de consuelo.

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