Pequeño hombrecito
Cuántas veces ocurre, ante grandes espectáculos y grandes artistas que los suscriben, decir a otros: «bueno, ¿sabes si yo tuviera esos medios lo que haría?» La verdad, que muchos de estos colegas fueran capaces de hacer algo trascendente con esos medios, no consta. Es que de pronto viene un maestro de butoh o de línea grotowskiana formada en el canon intensivo del ‘training’ ascético y también comentan cosas similares: «uh, ¿pero sabes si yo tuviera el tiempo que ellos le dedican por día a entrenar lo que haría?» Esta auto-compasión velada y miserable es como tener la vida por delante como un muro y no como una inmensidad desafiante a nuestra capacidad de producir libertad. El ‘crearse condiciones’ para trabajar sobre nosotros mismos es lo que en realidad no prospera como metodología de cambio situacional. Muchos dicen: «Artaud teorizó algo que nunca llevó a la práctica». Boutade que desmiente su editora Paule Thevenin que invitaba todos los días a Artaud a ir desde el loquero de Ivry hasta su casa que quedaba cerca y allí, trabajando, leyendo, articulando textos y poemas, comprobar que, con todo, el maestro cruel había trabajado toda su vida sobre sí mismo y por sí mismo, constituyendo una muestra concreta y posible de sus teorías. Hoy, es común ver a los jóvenes salir de las escuelas con un título, pero sin trainings realizados, sólo con abordajes librescos, pero presuntamente preparados para afrontar el pequeño destino de llenar las salitas independientes que los están esperando con su seduccioncita, y desatan una vorágine, una cabalgata de una produccioncita a otra, con la apariencia de no tener tiempo para nada, sin que nadie pare la pelota para decir: «¿y el entrenamiento para cuando?» Y ese pequeñismo va siendo el epónimo de una especie de enanismo: el ‘minimalismo’, que no es sino lo que nos hace falta. Aquello que Dostoievsky decía: «uno tiene la amplitud mental del lugar en que vive», que lo decía en su tremenda novela ‘La Casa de los Muertos’ sobre recuerdos de su cárcel en Siberia, se verifica a diario. En esa novela, los presos, hacen una obra de teatro y los vestuarios los arman con un pedacito minúsculo que cada condenado recorta de sus ropas de presidiario. Pacientemente los unen para hacer paños con los cuales construyen los vestidos buscados. Una de las figuras ético-teatrales más fuertes que sea dado conocer. Esto quiere decir que hay por lo menos dos formas de ser hormiga: una, la peor, ignorando serlo, justamente porque la otra, el saberlo, hará de su imponderable industriosidad, un arma inestimable. Por la dudas, decir minimalismo, será siempre una coartada. No cabe duda que se puede estar peleando en el hormiguero de dos maneras distintas, y una de ellas, no cabe duda, es que la pequeñez está optimizada como cultura.
La gente no tiene tiempo o no lo deja para lo importante: el estudio, el trabajo, la investigación sobre sí mismo, la preparación para una praxis. Con un título y una oferta en un grupo independiente, se cree estar en órbita, sin que se quiera ver que el destino de esa trayectoria puede ser no necesariamente un mundo nuevo sino un agujero negro, aunque estemos viviendo en una licenciaturocracia banal. Se está abasteciendo de manera sosegada y conformista, los requerimientos de un ‘dispositivo cultural’ que enjaula contentos a sus presos. Esa complacencia evita ver la verdadera situación como imposibilitante. En vez de llenar nuestros pulmones con una determinada cantidad de litros de aire, se trabaja con la pequeña capacidad que los pulmones pueden usar de manera ‘natural’, supervivencial, que no es sin embargo la natural sino la viciada, la que sólo el ‘training’ puede liberar. Pero para eso hace falta tiempo, trabajo, disciplina. Y otra vez la rueda: «eso es para los que tienen los medios para hacerlo». A lo sumo se puede contratarlos para que vengan a un curso, donde lo que más importa es el certificado (pensar que la defunción también tiene certificado). El sistema de subsidios acompaña con sus reglas: cantidad de funciones, en pequeñas producciones, que atarean en un registro diletante de pequeñas ambiciones que empiezan, se desarrollan y mueren con cada pequeña programación, en el circuito cultural pequeño. Ya conseguir una sala para mantener varios meses o años una obra que anda bien, es un imposible. Se trabaja un mes a lo sumo y se da de baja porque la programación debe ser pequeña porque ‘lo pequeño es hermoso’ y porque las pequeñas programaciones deben renovarse todo el tiempo. Y así se puede renovar la pequeñez. La pequeñez, descubrimos, es un hermoso recurso renovable. Se mantiene en un discreto repertorio aquellas obras que pueden ir a una muestra o festival y después la muerte destinal. Que no se siente como muerte porque ya en el acto se está preparando una obra nueva que renueve las pequeñas sensacioncitas vividas con la anterior en esta pequeña proeza de ‘pequeño hombrecito’.
Se le llama ‘previsibilidad’ al afirmar ese cepo, dándole un poquito (siempre poquito) a cada uno, porque eso en definitiva, es la democracia i.e. la marca a fuego de su modelo autodevaluado en ‘democracita’, extraño metal cuya aleación, es apta para generar hombres pequeños.