No me lo creo
Hay cosas que por edad, condición social, experiencia y conocimientos no me las creo. Además, no me las puedo creer, por simple relación con la realidad, mirando en perspectiva o circunscribiendo la mirada a lo coyuntural. Y para terminar, creérselas es entrar en una contradicción tan abisal imposible de asumir sin escafandras ideológicas. Por lo tanto, pese a que la corriente de pensamiento de moda mayoritario nos asegure que la internacionalización es un objetivo común para solucionar algunos problemas actuales de las Artes Escénicas, yo debo discrepar para no caer en el estado de depresión post-vacacional en que intuyo caerán todos los que, como ante otras zanahorias han sacado agua de los pozos secos, ya sea creando empresas, creyéndose parte de la industria o confiando en que los problemas son externos y no internos.
No vamos a dudar de la existencia de grupos, compañías, espectáculos que están diseñados para acudir a festivales internacionales, que tienen un interés por su forma o por sus contenidos. Que han logrado abrirse unos circuitos importantes tanto en Europa como en Festivales iberoamericanos. Son una minoría. Y deberíamos deslindar muy claramente, lo que son algunos de los más importantes circuitos europeos, donde todavía existe el concepto cachet, el pago por la contratación, y lo que es el sistema instaurado de hacer festivales internacionales a base de contactos y colaboraciones con embajadas, institutos y demás aparatos del Estado o de las Autonomías que destinan una parte de dinero bastante importante a mantener esa presencia exterior de las culturas propias.
Por lo tanto, no se puede forzar a la internacionalización de la manera tan acrítica como se está realizando actualmente. Quienes están apostando por esta internacionalización lo hacen con buenas intenciones, pero están marcando el territorio de una manera que va a provocar todavía más disfunciones en el propio hecho teatral local, regional, estatal. Y hagamos un paréntesis, porque en algunas acciones de las que he tenido conocimiento y hasta participación, esa internacionalización queda confusa, no se sabe si es de compra o de venta. Si fuese algo de ida y vuelta, de compensaciones, sería algo más orgánico, pero a veces, parece que se trata de comprar más que de vender. Cierro paréntesis.
Pero mi incredulidad viene apoyada en una idea base: el teatro tiene que ser de proximidad. Tiene que salir, apoyarse, fundamentarse en su relación con la sociedad en la que nace, crece y se desarrolla. Un teatro «universal», es un teatro de ningún lado, diría y que me perdonen, se convierte en un producto de mercado a-cultural. En la historia del teatro, con todas las excepciones que se quieran, las obras, los actores, los dramaturgos, se van haciendo desde lo más local, hasta alcanzar una notoriedad mayor. Si un producto alcanza valor de mercado internacional, deberá partir de unas raíces, de una resonancia previa en su lugar de origen, de una identidad para que sea reconocible.
Existen muchas otras variables argumentarias, pero sobre todo, y para no agotar aquí el tema, lo que esta internacionalización tan de moda señala son los caminos para forzar lenguajes (sin texto a ser posible), que puede ser una opción de algunos creadores, porque sí es cierto que hay jóvenes formados en diversos lugares, que comparten lenguajes actuales, pero que no puede ser la solución general para las Artes Escénicas en general, sino para algunos creadores, grupos o compañías. Y que los esfuerzos colectivos, institucionales, lógicos deben fijarse en crear focos teatrales, lugares de referencia, públicos adeptos, aficionados cabales, y una vez asegurada la base, los pilares, los cimientos, empezar a construir arquitecturas evolucionadas. Para decirlo en términos más solemnes, se trataría de crear dramaturgias propias, que conformen el imaginario de nuestra sociedad.
Lo otro, la internacionalización, por la internacionalización, es pan para hoy y solamente para unos pocos y hambruna generalizada, incluso para los públicos para todos los mañanas. O así me lo parece.