Críticas de espectáculos

+0, un Cambio Climático Musical/Christoph Marthaler

UNA MIRADA AL MUNDO/CDN

 

 

Deserciones en cadena

En tiempos debió ser una cancha de baloncesto que se ha reaprovechado como una especie de club social. Todavía quedan una de las canastas y rayas pintadas en el suelo. Todo tiene el aire de una instalación provisional: el espacio ha sido dividido en particiones, unas cerradas y otras no, por medio de paneles desmontables. Hay por ahí una mesa rectangular con unas sillas, lo que parecen unos armarios para guardar ropas y pertenencias, y varios cofres para transportar animales – gatos, perros – por el suelo.

Todo un poco disperso y descuidado, representado con un hiperrealismo visceral. Que estamos en un lugar helado se hace evidente al entrar los primeros artistas. Vienen forrados hasta las cejas y su primera ocupación consistirá en desembarazarse de zamarras, jerseys, gorros, guantes, botas y bufandas antes de pensar en otra cosa, lo que no deja de llevarles un buen rato. Luego, se van sentando alrededor de la mesa mientras algún rezagado se incorpora y procede, a su vez, a idéntica operación de desguace. Una chiquita con pinta de esquimal – si hemos echado una visual al programa de mano, sabremos que estamos en Groenlandia – cuenta una larga historia en su lengua natal. No hay traducción alguna. Uno de los presentes se levanta, se dirige a un atril y, tras gesticular unos minutos como un predicador que habla por señas, se arranca de verdad con un sermón. Los contertulios cantan salmos acompañados por una música que, por lo que vemos a través de una ventana, parece provenir de un pianista que toca su instrumento en otra estancia. Alguien nos relata una historia. Esta vez sí que hay sobretítulos, pero los que estamos en la grada los vemos malamente o no los vemos, dependiendo de la intensidad de la luz (no se sabe muy bien si porque así lo quiso el director o es simple descuido de los técnicos). De pronto, los sedentes se van poniendo en pie y empiezan a arrojarse contra las paredes, cada vez con más fuerza, hasta que caen al suelo desmayados…

Hace ya tiempo que una parte del público ha empezado a abandonar sus localidades pero, ahora, sale de la sala en racimos. Tanto es así, que las acomodadoras les guían en su huida con sus linternas. Una visión, la de los que escapan medio encogidos iluminados por los haces de luz que, a más de expresionista, parece formar parte de la escenografía. Una lástima porque, ahora que se ha recuperado la calma sobre el escenario, los artistas, alineados en el proscenio, están cantando a coro una deliciosa tonadilla acompañados por un acordeón. Y los que nos quedamos comenzamos a gozar del privilegio de entrar en el mundo de Marthaler. Un mundo en el que no pasa nada salvo el tiempo, e incluso éste lo hace muy despacio. La vida fluye por sí misma, sin apenas intervención humana que no sea una sucesión de hábitos, costumbres adquiridas y actos reflejo. La gente que lo puebla son personas normales, más bien grises, que se adaptan al entorno como pueden. Es el caso de estos groenlandeses, en su mayoría de adopción, que intentan convivir por unas cuantas horas para salir, así, de su aislamiento. De modo que se entregan, es verdad que sin mucho entusiasmo, a toda suerte de actividades sociales, las unas más bien tópicas – platican, sirven aperitivos, hojean las revistas del corazón, se cuentan historias de glaciares condenados a desaparecer… – y otras un poco más originales, como ese curioso «hockey» sobre cemento que practican en donde el disco se impulsa con los pies. Y ante todo, hacen música y cantan: a coro o yendo de solistas, himnos religiosos o melodías de los «bee gees», tocando el piano o el acordeón, o acariciando con los dedos los bordes de unas copas de cristal. Y lo hacen maravillosamente, como cantantes y músicos profesionales que son. De tal manera que la audiencia queda subyugada por lo que sucede en escena, esperando el próximo hallazgo o invención, apreciando el humor – evanescente a veces – de cada situación… Y dejándose embargar, al tiempo, por la melancolía que trasciende de una «cosmogonía glacial» que, por mucho que se esfuercen los artistas, carece de objeto y de razón. Y es que lo intempestivo de este paraíso ecologista que se está fundiendo sin remedio se hace plenamente patente en la abúlica y voluntariosa conducta de quienes pueblan esta cancha desafectada. Su hábitat es un lugar al límite, fuera del tiempo y del espacio, una colonia interplanetaria condenada a desaparecer. Nosotros lo intuimos, y de ahí viene nuestra melancolía, pero ellos, que encabezan la estadística mundial de los suicidios, son los primeros en saberlo. Y aquí es donde reside la maestría de Marthaler, no en «contarnos» esa tragedia por medio de cualquier ficción sino «aludiendo» a ella a través del singular comportamiento de sus artistas en escena.

¿Por qué abandonaron el teatro los espectadores que se fueron? Primero, creo yo, porque no había acción ni se contaba nada. Y no existiendo ni historia ni argumento, los actores no tenían nada que «actuar», ningún papel que representar. Estaban simplemente allí, como en un espectáculo de variedades, haciendo cada uno su «número». Su presencia sustituía a la representación. «Y a eso – me parece oír a los desertores – no se le puede llamar teatro. Al teatro se va para identificarse con unos personajes, interesarse por sus conflictos y reír, llorar o enternecerse con su resolución. Y a retribuir esa atención con un cúmulo de emociones, sentimientos y arrebatos del corazón. Para ver numeritos, voy al circo, a ver una revista o a un «night-club»»…

Puede que en ese «ver» esté la clave de la actitud del público ante el nuevo teatro. Porque en él, lo que se le pide al respetable no es ver sino «participar». Ya no se trata de contemplar lo que «ocurre» dentro de esa urna de cristal en la que se convierte el escenario tras su cuarta pared transparente, sino de atravesar esa barrera y, aprehendiendo lo que se nos «muestra» en escena, hacerlo nuestro y, por decirlo así, montar con esos datos nuestra propia representación. Como si volviésemos de nuevo a lo que fue el eje original de la tragedia, una línea de fuerza que va del escenario al público, de la skené al théatron, sin remansarse en ese otro eje que le es ortogonal, el de la simulación, el artificio y la tramoya, que no pasa del borde del proscenio. Se me dirá, y con toda razón, que el espectador tiene el derecho de escoger entre lo que le gusta y lo que no. Y yo añadiría que eso es cierto si se hace en igualdad de condiciones. Al fin y al cabo, ir al teatro es una acto cultural como otro cualquiera, por lo que se supone que el público asistente dispone de las claves que le hacen comprender lo que está viendo o escuchando: un cuadro, una escultura, un concierto, una ópera o una obra de teatro. Y en este sentido, tengo la sensación de que, en lo referente al uso de las nuevas técnicas teatrales (gran parte de ellas, hoy, «postdramáticas»), nos encontramos ahora en el país en un momento muy semejante a lo que fue la aparición del serialismo para la música o del cubismo para el arte figurativo. Habrá pues que aprender a ver y escuchar de otra manera y, una vez que se sepa, ése será el momento de escoger lo que nos guste (para tranquilidad de los lectores, también diré que, a pesar de estar las nuevas técnicas teatrales plenamente asumidas en nuestro continente, siguen siendo bastantes los espectadores europeos que abandonan la sala en las producciones de Marthaler).

Christoph Marthaler nace en Suiza en 1951 y recibe, en principio, una formación musical, estudiando oboe y flauta en Zurich. Tras el Mayo francés, marcha a París en donde estudia en la escuela de Jacques Lecoq. Durante unos diez años trabaja en su país y en Alemania como músico y compositor teatral hasta llevar a cabo su primer montaje como director escénico («El «affaire» de la calle de Lourcine» de Eugène Labiche) en 1991 y su primera puesta en escena operística («Peleas y Melisenda» de Claude Debussy) en 1994. Para entonces ya formaba equipo con la escenógrafa y diseñadora Anna Viebrock y la dramaturga Stefanie Carp, núcleo que pronto se amplió a los actores que componen su «familia» y suelen acompañarle en sus trabajos: Ueli Jäggi, Jürg Kiemberger, Olivia Grigolli, Josef Ostendorf, Robert Hünger-Bühler, Bettina Stucky, Katja Kolm, Matthias Maschke y Clemens Sienknecht. Fue director del Zurich Schauspielhaus del 2000 al 2004. Entre sus últimas producciones teatrales destacan «Die fruchtfliege» («La mosca de la fruta», 2005) en la Volksbühne, creación que pudimos ver, junto con «Winch Only», su versión de la ópera «La coronación de Popea» de Monteverdi, en el Festival de Otoño de 2006, «Maeterlinck» (2007) junto con el Toneelgroep Amsterdam y el Nederlands Theatre, «Platz Mangel» («Falta de espacio», 2007) en la Rote Fabrik de Zurich, «Riesenbutzbach, una colonia permanente» (2009) para el Festival de Viena, o «Papperlapapp» (2010) para el de Aviñón, del que fue artista asociado en ese año. También ha dirigido últimamente óperas como «Tristan e Isolda» (2005) en Bayreuth, «La Traviata» (2007) en la Ópera Nacional de París y «Wozzeck» (2008) en la Bastilla o, en 2009, «La gran duquesa de Gerolstein» de Offenbach en el teatro de Basilea.

David Ladra

 

Título: + 0, campamento base subártico, un cambio climático musical – Escenografía y vestuario: Anna Viebrock – Dirección musical: Rosemary Hardy – Iluminación: Phoenix (Andreas Hofer) – Sonido: Fritz Rickenbacher – Dramaturgia: Stefanie Carp, Malte Ubenauf – Reparto: Marc Bodnar, Raphael Clamer, Bendix Dethleffsen, Rosemary Hardy, Ueli Jäggi, Kassaaluq Qaavigap, Jürg Kienberger, Sasha Rau, Bettina Stucky, Nukâka Coster Waldau – Director:

Christoph Marthaler

– Teatro Valle-Inclán –  Madrid – Del jueves 6 de octubre al domingo 9 de octubre


Mostrar más

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba