Jugando en el osario
En la conmovedora película de Mercedes Álvarez, «El cielo gira», el epicentro del pueblo es un olmo, víctima del irreversible ‘mal de Holanda’. En ella se dice que la sintomática muerte del árbol, paralela a la de la otrora mejor habitada aldea, no es en verdad una muerte sino «un regreso bien organizado», que va dejando apenas las cáscaras huecas y verdaderos ojos en el tronco, propias de su particular degradación orgánica. Uno podría estar viviendo el ‘big crunch’ en una regresión cósmica, sin apenas darse cuenta, la entropía térmica del universo, sin siquiera apercibirnos de su regresión a mero hollejo sideral. No percibirlo será, quizá, debido a que somos parte del propio proceso que nos tiene incluidos. No podría ser de otra manera.
Pararnos frente a este olmo cultural que es el teatro, apenas enterados de sus ‘males de Holanda’, quizá nos tenga impedidos de captar sus posibles declinaciones, o sus no menos probables renaceres, reinvenciones. Al diminuto poblado de Soria, España, Álvarez lo escruta con tristeza de poeta, en diálogo con seres que se van despidiendo, sin que los protagonistas lo noten.
El efecto del tiempo operante es una melodía inaudible para los habitantes, abandonados a su curso, en la que la vida se baña con aguas que no han de volver a mojarla. Una tragedia con los líquidos del alma. Un dolor material para el testigo. Un documental para dolientes.
Las algarabías a que es afecto el teatro, para disimular su despedida, no hacen sino espolvorear sus propias cenizas, los propios signos de su ‘regreso bien organizado’. Habrá que ver si jugar en el osario del teatro, será signo ritual de su redención. Sus propias antinomias como teatro complaciente o arte complejo y exigente, evidencian más que un síntoma de comienzo, una emergencia de lo postrero.
No cabe hacer teatro sin redimirlo. No cabe ‘hacer’ teatro cuando ya está hecho. Ya no se trata de eso. No puede hacerse teatro sin re-hacerlo.
Los artistas escénicos deben tener una postura al respecto. No hay inocentes.
No se gasta con presunta inocencia, la herramienta ya gastada. Hace falta renovarla para nuevas eficacias.
La inquietante ensayística publicada por el CENDEAC, Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte Contemporáneo, indican una presunción: en su ‘elogio a la pudrición’ (Salabert), al ‘arte como vomitorio’ (Hernández-Navarro), al ‘arte en tiempos de demolición’ (Castro Flores), etc, etc. El lado oscuro u olvidado de la corporalidad o de los sistemas, estaría resguardando territorios escamoteados a la verdadera luz del conocimiento, zonas ctónicas del espíritu, que bien pueden leerse como exaltación histérica de una decadencia europea, presta a ser contestadas con los falsos optimismos vitalistas de la latinoamericanidad. Uf, los senderos consabidos de la obviedad y el etnocentrismo contra-hegemónico.
Mucho valdría preguntarse con el poeta: «¿qué dice la vieja ceniza/cuando camina junto al fuego?», «¿por qué lloran tanto las nubes/y cada vez son más alegres?», «¿si he muerto y no me he dado cuenta/ a quién le pregunto la hora?»
¿O es que como hacedores teatrales, somos ríos invisibles que corremos hacia la tristeza inequívoca de los narradores, de quienes nos escrutan ‘de afuera’?
¿Estamos bien? ¿Nuestra esperanza se justifica? ¿Todo esto tiene sentido?
O es que los falsos optimismos son el ‘merchandaising’ de una industria que es eficaz confirmándose en su indolencia, en su indiferencia, hasta en su muerte.
Entonces, ¿cada obra es un placebo y nadie nos avisó? ¿Un paliativo auto-conmiserativo a la certeza de que hay poco por hacer en términos de una verdadera transformación, de un cambio asociado a la verdadera vida y no a la cultura como costra pegada a los muros melancólicos del tiempo?