El Hurgón

Sin palabras

Por vez primera, en casi dos años y medio, he faltado al compromiso de enviar una columna para el periódico de la artes escénicas, porque faenas, relacionadas con el tema de cultura, no ya de raciocinio y teoría, que generan un estrés más llevadero, en comparación con el que produce la acción, sino como actividad gestora y posterior ejecución, me reclamaron todo el tiempo de la semana pasada, y durante la cual las presiones me llevaron a comprender, y por fin, a aceptar mi incapacidad de escribir cuando estoy presionado por el tiempo, y por eso agradezco al azar, que no haya puesto entre mis obligaciones para ganar la subsistencia, escribir por contrato, esto es, presionado por la paga, porque hace tiempo habría muerto de hambre.

Desde cuando comencé a comprender que el lenguaje es algo que no podemos utilizar impunemente, y eludir la responsabilidad que debemos compartir con las palabras sobre lo dicho o lo escrito, decidí hacer un pacto de mutuo respeto y consideración con el lenguaje, y por eso trato a éste de la misma manera apacible y afectuosa como a mí me gusta que me traten cuando recibo un encargo, porque de lo contario siento que me están ordenando. Así, pienso, ninguno se excederá en peticiones con el otro.

Para mí, todo cuanto tiene la posibilidad de expresar algo, posee voluntad. Tengo muy en cuenta, cuando de hablar y de escribir se trata, la voluntad de las palabras y por eso pienso que quien no cuente con ésta puede caer en desgracia semántica y sintáctica, y que para evitar estas desgracias, debemos estar seguros de que las palabras estén a gusto en el lugar que les designemos durante la elaboración del discurso.

Mi larga convivencia con las palabras me ha enseñado que es aconsejable permitirles que se muevan de cuando en cuando, y que busquen su acomodo, así sea éste producto del capricho, o del azar, porque de uno y otro suelen resultar significados inesperados, para evitar que quien me vaya leyendo salte de lo dulce a lo amargo sin pasar por las etapas de acondicionamiento que debe tener todo viaje, porque entiendo que escribir es el arte de acomodar palabras, capaces de llevar de la mano al lector por situaciones ascendentes y descendentes, que le permitan degustar, y luego digerir los sabores y sentir las emociones que hay en un discurso.

Me gusta poner, primero, al frente mío, las palabras, antes de comprometerlas con un texto final, porque quiero saber cómo se ven desde arriba, desde abajo, desde la derecha o desde la izquierda, pues, aunque no nos lo parezca, las palabras comienzan a hacer uso de su voluntad si las forzamos a permanecer en un lugar en el que se sienten incómodas, y terminan diciendo algo diferente a aquello que nosotros quisimos decir cuando las convocamos.

Mantengo siempre un acuerdo con las palabras, y por eso voy conversando con ellas, para concertar el lugar en el que cada una desea permanecer, porque las palabras también tienen su vanidad, y, tal como hacen las personas, compiten entre ellas por ocupar el mejor lugar en la escena, porque cada palabra tiene la ilusión humana de la fama, y lucha con denuedo, haciendo trampa si es necesario, para llegar a ser la más mencionada.

Para hacer todo esto con las palabras se necesita tiempo, y tiempo es lo que me faltó la semana pasada.

Es esa la razón por la cual les fallé a tantos lectores cuya voz de reclamo me han hecho sentir a través de correos electrónicos, y por lo cual les ofrezco excusas, mientras les aclaro que fue un gesto de responsabilidad con el lenguaje, porque no estoy dispuesto a publicar algo a lo cual le falte tiempo.


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