Diario de escena (IV): Crear con espectadores
Es mucho el tiempo que pasamos encerrados en esa sala de ensayo que cariñosamente llamamos cueva. Allí, como una especie de tribu contemporánea, mientras el rededor convulsiona, buscamos un refugio efímero creando, entrenando, debatiendo. Pese a la convicción de querer seguir trabajando en grupo, desde el principio se siente el vértigo del hermetismo, del aislamiento, una especie de miedo a construir una realidad demasiado ajena al mundo que nos rodea. Uno teme quedar recluido en sus propios sueños y pesadillas, y que al despertar no haya nadie con quien compartir lo vivido. Tal vez por esta razón, por ese recelo a convertir el teatro en una coartada que justifique la incomunicación, cuando comenzamos a trabajar en el espectáculo quisimos establecer contactos puntuales con espectadores a lo largo de todo el proceso.
El primer encuentro con espectadores lo tuvimos por abril. En aquel momento ya teníamos un esbozo trabajado de la dramaturgia escrita y algunas ideas musicales. Quisimos hacer una lectura de todo ello con espectadores cercanos, pero que nada sabían del proyecto. En círculo, alrededor de un micrófono que lo grababa todo, se presentó el embrión sonoro del espectáculo. Nada más acabar, los espectadores-oyentes nos dieron sus impresiones. Bajo comentarios de ánimo y aliento, se podían extraer algunas conclusiones de peso: había varias ideas que no llevaban a ningún sitio y otras que era necesario reconsiderar para buscar mejores alternativas. Poco después algunas escenas se quitaron y otras se incluyeron.
El siguiente encuentro con espectadores fue hace más de un mes dentro del proyecto «plan de públicos», que hemos desarrollado en colaboración con Kultur Leioa, según el cual una quincena de espectadores asiduos al teatro seguirán el proceso de creación del espectáculo en su última fase, al tiempo que reciben clases sobre teoría y crítica teatral. El objetivo de este encuentro era presentar el proyecto escénico en sus rasgos generales. Todo estaba preparado para hacer una exposición diáfana de la claves de la compañía y del nuevo espectáculo, pero lo que apuntaba a una conferencia diligentemente escuchada pronto se convirtió en un vivo debate sobre el teatro, los nuevos lenguajes escénicos y la manera en que éstos se presentan a los espectadores. Nuevamente, de aquel intercambio de pareceres surgieron una serie de consideraciones que nos hicieron variar algunos aspectos de la puesta en escena. Esos mismos espectadores volvieron a ver un ensayo hace unas semanas y este jueves los acogemos de nuevo.
Pero más allá de estos encuentros programados y organizados, desde hace ya un tiempo personas de nuestro entorno, casi sin previo aviso, vienen y observan partes del proceso. No hay en ello ninguna pretensión, es simplemente permitir que la oportunidad de trabajar con espectadores surja de forma natural. En tales casos, después del ensayo, sin ni siquiera pensar en ello, siempre hay opiniones que recoger, reflexiones que tienen una virtud que nosotros hemos perdido: el hecho de valorar el trabajo desde la perspectiva de quien lo ve por primera vez. Se ponen en evidencia entonces ciertas lagunas de la propuesta, aquellos aspectos que se presumía iban a percibirse de forma diáfana, pero que en la evolución del trabajo se han vuelto opacos, difíciles de descifrar. Como si algunos de los fragmentos hubiesen roto amarras y se hubiesen perdido a la deriva de la incomprensión.
Decía Meyerhold que un espectáculo no alcanza su plenitud hasta pasadas las cincuenta funciones, pues sólo a partir de entonces consigue el actor modelar su trabajo con la percepción del espectador. Función arriba o abajo, trabajar puntualmente con espectadores a lo largo de un proceso creativo permite ir construyendo los puentes de lenguaje necesarios para que el espectáculo sea un espacio compartido, un territorio de fronteras difusas donde se diluye la separación entre quien hace y observa, entre quien crea y desea creer, entre el artificio y la vivencia.