Autonomía de composición vs naturalismo mimético
Uno de los problemas que afronta el actor que representa, según el principio o paradigma de causa-efecto, es el de la anticipación. Lo que equivaldría a la inversión que Marvin Carlson, tomándolo del crítico shakesperiano Bertrand Evans, denomina ‘conciencia discrepante’, donde es el espectador el que supera al personaje, en tanto conoce aspectos de la acción que éste no. Cuando el actor procede en escena porque ‘ya lo sabe’, la fluidez entre el hacer y el recordar lo que tiene que hacer, sin embargo, destruye la expectativa. Lo cual es, además, una prerrogativa dañina. Consecuencia más segura a lamentar: el espectador se queda ‘afuera’. Si ocurre es porque no es decisivo para establecer la validez de lo que el actor hace. Esta pérdida de expectativa escapa a las voluntariedades del público o del mismo actor. La validez, en el paradigma que impone el actor, no es otro que la verosimilitud, deudor de que el espectador le crea y con ello, establezca un piso de verdad esencial a ese sistema de relación. Lo que aquí planteamos como dificultad, es que el actor ‘se corte solo’, lo que evidencia que de esa manera no bucea, sino meramente reproduce, por lo que es imposible que desde ese plano vaya a ‘descubrir’ algo, cuando simplemente no lo está buscando. Es como si finalmente hubiera un respeto a la forma real de las cosas, como un naturalismo de segundo orden, por el que se replica ya no objetiva sino subjetivamente, pero con la misma fidelidad metodológica, la forma ‘real’ de las cosas, tal como las ve (el actor) en su pantalla interna. El código de la verosimilitud, de lo creíble, es el frontón ante el que chocará este modo de actuar. Otro aspecto no deseado del problema es que el actor pretenda operar desde otro paradigma, pero, por alguna razón, termine acomodándose al código lineal causa-efecto. Como dicen Briggs y Peat, «para vivir en la profundidad de los mundos-espejo hay que convivir con paradojas, como lo señalan Prigogine y David Bohm». El actuar según el molde representativo, implica anteponer la sensación que se supone va ‘ahí’ pero a sabiendas que es el efecto de una causa que no la explica, que no está, que nadie ve. Esa es la inverosimilitud. La inducción al acto cierto con que la voluntad presiona, buscando cumplir su mandato. Al decir que el actor ‘acomoda’ a ese cambio es porque psicológicamente busca una seguridad y si es así, es porque previamente hay un temor. El problema entonces reside en él mismo. Nada justifica el miedo o que no se haga nada por vencerlo. Las vías indirectas con que luego se lo justifica suelen aparentar extraordinarias teatralidades, pero huecas. El campo del azar y el caos, el de las multiplicidades, multi-focalidades, es a la vez el de la incertidumbre. Buscar de repente aquella seguridad, es para escapar hacia una certidumbre. El modelo de ‘cuerpo sin órganos’, por ejemplo, no convoca al psicologismo estanislavskiano. Aquel está fuera del maquinismo actoral regido por el paradigma positivista (causa-efecto). Los principios de auto-organización, de ‘realimentación compensadora’, de homeostasis, han roto paralelamente la concepción del tiempo clásica. En el nuevo sistema, la energía más la información puede resolverse, focalizarse en un pequeño acto, que sin embargo connotará los superiores. «El aleteo de una mariposa que agita sus alas en Brasil, provoca un tornado en Texas» (Edward Lorenz). El ‘principio de la palanca’ de un acto pequeño, responde a otro sistema que a uno lineal. Es probable que en este sistema dramático, alimentado de caos y azar, de incerteza e inseguridad, la agnición (reconocimiento=anagnórisis) se produzca como una hiperlucidez dictada por la propia intensidad de las acciones y no por linealidades argumentativas. La fricción sobre las lámparas puede provocar ‘rupturas’, emergencias de los trasfondos, abducciones (musement) según Peirce.
Pero, cuando decíamos que el actor ‘se corta solo’, la platea es aislada de la escena, no participa, no corta ni pincha. El actor finge mirar a la platea, pero en realidad abstrae su mirada. No hace ‘landscape’, panorama, de ella. Cierra los canales sensibles a todo lo que baja de allí. La virtual cuarta pared montada arquitectónicamente sobre la convención entre las escenas y los públicos tradicionales, es una impronta sobre las altas moradas de la mente. Hay que contar también con que esa ‘cuarta pared’ existe ya internalizada en el propio actor. En ese contexto, la ejecución de la ‘partitura’, aún con toda solvencia y propiedad, sin errores, sobre lo que individualmente ‘se sabe’, además de una forma de incomunicación, es una forma de inseguridad. Venimos a comprobar que la mirada del público, al actor no centrado en su eje, lo distrae. Entonces, es probable que éste se proteja recitando de memoria, fuera de tiempo, en un código narratológico de pasado. Excentrado, el actor sostiene la forma en el presente escénico, a través de una cáscara, una simulación, una falsedad.
La multiplicidad de facetas, la simultaneidad, el mecanismo de flujo continuo sin perder el eje, precisa de una porosidad, una permeabilidad, una dialogicidad con el contexto. En la película ‘Shine’ el Maestro le dice al Discípulo: toca como si no hubiera mañana, que hace recordar al ‘esto lo estoy tocando mañana’ del cortazariano Charlie Parker en el cuento El Perseguidor, que es la diferencia entre ‘oirse a sí mismo’ y arremeter con lo invisible (lo que no está, el futuro). Quizá deba pensarse en equilibrios, en resabios del viejo paradigma, que afloran a los «océanos de incertidumbre a través de archipiélagos de certeza» (E. Morin). Quizá el camino es comprender que el estado de apertura, de libertad, es el que hace honor a ese tránsito, pero también al rigor de no confundir los planos, ni sus lógicas.