Vade retro narraturgos
Si los grandes planteos a la tradición teatral durante el siglo XX llevan finalmente a actuar como si el agua no hubiese pasado bajo el puente, el resultado es un galimatías ético potenciado por la desaprensión inimputable de los despistados. Mientras el teatro moderno se nutrió de su propia crisis, buscando incluso ser desde su no-ser, algunas problemáticas particulares que hacen a lotes acotados del mismo, cuando se habían desembarazado de los tentáculos literaturizantes, han sido devueltas graciosamente a los cenáculos y los ámbitos académicos, como pastura para una licenciaturocracia en situación de paro. Mostrarse no ya con sentido de pertenencia sino desprendido de una historia, es escamotear la totalidad del proceso. En medio de las hambrunas académicas, los panes reciclados, reintroducidos por la ventana, se encaraman como objetos de estudio y justificación teórica, pese a haber sido barridos, después de farragosos pleitos, por la mismísima puerta principal. Concretamente durante las vanguardias de la primera mitad del siglo XX, lo que aparece atestiguado en la excelente recopilación de José Antonio Sánchez («La escena moderna» -manifiestos y textos sobre el teatro de la época de las vanguardias-, 1999). Foros, congresos, encuentros de dramaturgos, escamotean tratar el problema general para constreñirlo regresivamente a una parte, sorteando por elevación el gran debate del siglo: el teatro no es literatura. Retornar a ella como si nada, es a costa de un salto sobre la sangre sudor y lágrimas de los grandes buceadores. A qué insistir con ‘vedettear’ a la palabra regurgitándola de un abdomen revuelto y fementido. Prominentes dramaturgos emiten ponencias, libros, opiniones, basados en estudios de gabinete, desde textos teatrales que descuelgan de los anaqueles de su biblioteca, exculpándose no hacerlo al pie del cañón, donde el teatro es teatro (aún en vías de no serlo), hecho teatral. Los debates sobre obras leídas en papel, o sobre obras vistas en grabaciones de video, carecen de toda validez, sobretodo si las disculpas por la imposibilidad de referirse a las obras vivas, legalizan la remisión del asunto al reino literario. Que se quiera negociar una concesión, vaya y pase, pero ya reclamar el prestigiarse por ello, da que pensar. Este error metodológico que se aplica a conciencia, santifica a esas ‘partes’ que simulan sobrevidas extrañas, hacen gala de kioscos exclusivamente dedicados al ‘teatro de texto’, temporadas exclusivas dedicadas a él, cuando no, teatros de respetables presupuestos consagrados a refrendar la existencia de una nueva dramaturgia. Ni hablar de los premios específicos con promesas ínsitas de estreno, de las carreras exclusivas, y las condignas especializaciones. Como si a falta de soluciones colectivas, buenas fueran las yoicas. El viejo autor de la obra bien hecha ha salvado su individualidad creadora en esta especie de tecnocracia que su especialización le habilita.
Hasta ‘La Fura dels Baus’ convoca colaboradores, en carácter de especialistas del ramo, para algunos de sus espectáculos, con lo que vale preguntarse si es parte de una amplitud de la democracia estética, un callejón del que cuesta salir con las propias ínfulas creadoras o las gracias ponderables del mercado de las artes en donde se puede comprar y vender lo que se quiera, máxime si el poder adquisitivo permite legitimar tales alianzas en un intercambio de mutuo impacto retroalimentativo. El mal tabulado valor de síntesis de las proverbiales multiplicidades del teatro, puede ser salvado, en todo caso, engrosando la propia acción con una tendenciosidad que lejos está de ser la terapia a las crisis tan mentadas, pero sus lustres minorizados, de mercadotecnia periférica o subalterna, es lo que mejor cabe tomar, a cuento de que el teatro universal de estos días, no da como para tirar manteca al techo.
El doble fracaso histórico que hay que cargar a las espaldas de la vieja arte milenaria, obedece por un lado a la no viabilidad de un teatro fundado en la acción, con sus pretensiones experimentales, masivas y presupuestarias ideales, en el seno de sociedades reacias a concederle prioridades frente a la condiciones perceptivas impuestas por las nuevas tecnologías (cine, televisión, tecnología digital), como que el empecinamiento de los ‘fabuleros’, después de Auschwitz, sólo se entiende si ha logrado expurgar a las palabras de las filtraciones humorales que la instrumentalización de los genocidas hicieran con ellas. No es que la palabra vuelve porque vuelve, sin contar que es un resguardo ante la falta de una proyectualidad social e integrada al cuadro de necesidades de las personas. La carencia es tan enjundiosa que no parece compensatorio por vía de una kiosquerización inmunizante de la dramaturgia, en tanto sus potenciales hallazgos no se encadenen a la resistencia transgresora de los buceadores y rupturistas del teatro del siglo XX. La dramaturgia en su tupé literario, porta una semilla conservadora y reincidente (el criminal siempre vuelve al lugar del crímen) que no se puede ignorar sino es a costa de una mala conciencia. En este contexto, la frase de Carla Matteini: «¿Somos los teatreros restos del pasado, empeñados en un esfuerzo obsoleto y tal vez algo patético?», se siente como un aguijonazo en la piel, una prevención antropológica a no devenir miserables sanguijuelas de los verdaderos grandes sueños de la sociedad. Decir ‘teatro de texto’ es solventar una tendencia en términos de género y reclamar a posteriori un respeto democrático y plural por la diferencia, como su adscripción a una tradición milenaria, a costa del olvido del teatro integral. El embozo pretendidamente democrático, se empodera como prerrogativa. El teatro atado a la cola de los dramaturgos, guionistas por encargo en la TV y el cine, versionistas, adaptadores, cuando no dramaturgistas. Hoy el dramaturgo trabaja por su cuenta, tiene su agente y sus oficinas, y sus diferencias son disueltas en las mieles del ‘semimontado’ y hasta del teatro leído. Así, la escuela declamatoria ha aggiornado sus formas, pero lo que en realidad ha hecho, es afirmarse en las comodidades del decir un texto.
Qué problema si hasta el acto de la escritura, en sí mismo, se puede espectacularizar, sacando las Olivettis a la calle (pues lo retro le da un tinte cool), metaforizarlas como pájaro o avión, ponérselas en la cabeza, como caja de seguridad de un sueño incólume. La reducción a la lectura, al balbuceo, a una cierta forma de memorización, el constreñimiento a la fábula autoabastecida, el regodeo del ‘cuentito’, es una discreta retirada de los campos donde el teatro como hecho total, debe (debió) celebrar sus batallas.
Que el teatro no se cuente sino que se haga, significa que la fábula depone conscientemente la profundidad de la piel. La proliferación de contadores, de tramadores, es una hipertrofia inconducente, un creacionismo sublimado, una superpoblación de optimizados que juegan sobre las cenizas de los viejos manifiestos revolucionarios del teatro.