Zona de mutación

El actor a-teológico

El peso específico de un actor, se define por su ‘estar’ y el dominio de la escena ha de ser esperable desde esa propiedad. Esa especificidad podría entenderse en sí misma y no como la decoración, la animación ilustrada de un argumento. «La narración es el correlato de la ilustración. Entre dos figuras, para animar el conjunto ilustrado, siempre se desliza, o tiende a deslizarse, una historia. Así pues, aislar es el medio más sencillo, necesario aunque no suficiente, para romper la representación, cascar la narración, impedir la ilustración, liberar la Figura: atreverse al hecho» (‘Lógica de la Sensación’, Deleuze).

El cuerpo a flor de piel, es una presencialidad casi inmirable (por su refulgencia), sólo puede ser no narrativa, no ilustrativa. El cuerpo en su pura materialidad está ante la posibilidad de una acción pura. La acción pura es sin alusión. Si la acción se transparenta, deja al descubierto lo real en toda su carnalidad. Pero no se trata de esto. En «El cine y la abstracción», Artaud manifiesta: «El cine puro es un error, como lo es en cualquier arte todo esfuerzo por alcanzar su principio íntimo en detrimento de sus medios de representación objetiva».

El aprendizaje de las técnicas, lamentablemente asociadas en no pocos casos al saqueo colonial, no puede hacerse sino como el ‘antropologador’ (D. Ribeiro) cuyo saber incluye ponerse en el lugar del otro, confirmando así su soberanía. El estudio de las técnicas y las tradiciones teatrales del mundo, no ha podido zafar de un etnocentrismo contumaz. Dice Ernesto de Martino: «en el desmoronamiento de todo límite, todo puede convertirse en todo, lo que equivale a decir: la nada avanza». De ahí que el peso específico arriba aludido, no sólo está asociado a una compacidad del actuante, sino a una densidad connotativa extensa de su presencia. Ese estar material bien puede relacionarse con la instalación de un despliegue existenciario cierto, desentendido de los artilugios etéreos del espíritu. Un rechazo a la ‘escena teológica’ (Derrida). Si lo hace porque lo hace, es que no lo hace por un sentido. El único artilugio posible es el de su ‘carnación’ (Nancy), a ojos vistas, a ritmo de reloj biológico. La mirada sobre el cuerpo actuante, es una mancha que el actor percibe como un contra-punctum por el que ve la intención inconfesa del ojo que lo mira. Algunos pasan el arte del actor por la capacidad de administrar esa mirada sobre la piel, pero todos miran en el actor el cuerpo mirado, o mejor decir, la mirada de los espectadores que se nota sobre la piel del depositario de las mismas. Aún en el cine, se percibe la lente en la mirada del actor que a su vez le responde, por no poder obviarla, al punto que algunas actuaciones se ensalzan por una feliz simulación de su ausencia. Anular esa especularidad, esa pornoscopia, sólo ha encontrado respuestas naturalistas frente a la ‘conciencia discrepante’ del personaje, a quien la ficción le prohibe saber que lo miran. La circunstancia de por qué un actor se dirige directamente al público, es una cuestión retórica y no una retórica a la que podrá apelarse para hablar de niveles existenciarios genuinos en la escena. Es verdad que el teatro que por vía de las artes plásticas desemboca en el performance, está adelantado al que sigue aferrado a las letras. El teatro le reclama al actor un cuerpo. «Los cuerpos son lugares de existencia, y no hay existencia sin lugar, sin ahí, sin un ‘aquí’, ‘he aquí’, para el éste (…) el cuerpo da lugar a la existencia» (Jean Luc Nancy).

Pero el bendito ‘estar’ es una luz apta para desbordar las instrumentalizaciones miméticas. Enactuar, según fórmula del biólogo Francisco Varela, remite a un trasfondo, lo que aplicado al teatro, permite suponer al actor como un ‘egémono’ que indica los caminos posibles que llevan ‘más allá de la representación’.

El mono mimético (Jim Carrie) que protagoniza ‘Truman Show’, choca contra el fondo pintado del simulacro. Ante la puertita abierta, queda el corte de manga a los operadores del circuito cerrado.

Rasgar el hímen de la apariencia sensual de lo absoluto. Huir del paraíso. Entrar al mundo, a la Representación, a la historia. Pero por la re-presentación se puede fingir que de alguna forma esa Historia es el paraíso abandonado. Hasta que la proa choca contra la pared pintada del simulacro. Antes de salir de allí, no extrañará el corte de manga a la representación, para avenirse a un nuevo viaje que la trasciende.


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