Espacio de aparición
Es propio encontrarse en el ámbito específico del teatro con quienes lo dan por supuesto y acrisolado, existente, mientras otros se mueven con la seguridad de que hay que construirlo, pues si no, aquello de lo que se habla, es apenas objeto (virtual), fruto de complacencias y falsas seguridades. La decisión de hacer un teatro débil, que se pega a sus huesos, surge de esos planos consabidos, de esa necesidad de ser expuesto para que así se le reconozca una entidad, una presencia. Más que una condición, es un estatus lógico que lo aleja de la obtusidad de los que complican las cosas sin necesidad, los que alejan al público de las salas con sus pamplinas rebuscadas. El teatro, señores, no debe tener secretos (dicen). El teatro, más tarde que nunca, debe despojarse de su individualidad, deponer sus registros metafóricos y tender a que las cosas en él, sean las que se dicen, las que se aluden, las que se designan. Sus reglas se basan, antes que en hacerse desear, en una consumación imperiosa, perentoria. Donde lo peor será faltar a la que establece las mutuas saciedades. Es que el placer del teatro debe estar en su propia saturación, en su propio sobreentendimiento concesivo, complaciente. «Dar a leer algo completamente inteligible, plenamente saturado de sentido, no se lo da a leer al otro. Dar de leer al otro significa dejar desear» (El gusto del secreto, Derrida). El síntoma del reconocimiento de sus armas, fortifica el de familiaridad, que mantiene lejos la loca idea de tener que recomenzar cada vez, de hacer de cada obra una impredecible reconfiguración de mundos. Trazar la infinitud en la propia apertura de lo que se ve en escena, hace pensable al teatro como un acto que se rehace. Lo que Sylvie Le Poulichet denomina «el arte del peligro». La dispersión del yo, su disponibilidad al gusto tipo, la limitación de los alcances plenos que las propias aptitudes espectatoriales brindan como formas de ostentarse sujeto, son diluidas en la abjuración de lo singular.
El teatro lleva, como una semilla, ínsito el horror de la profundidad. Son siglos de ser medio, lo que ha generado su vocación de guardavida cultural. Su discurso invita a mantenerse en las costas, a no internarse decididamente en el mar. A palmear en la espalda por no atreverse. Consagrar el chiste esperado. Las alegrías rápidas. El final anunciado.
Cómo hacer el vacío para ocuparlo. Hacer de las continuidades una forma de vida, una oposición al sobresalto.
La famosidad que se le adhiere culturalmente como un musgo, precisa que la profusión de redundancia deje la carcaza seca, como cuando la crisálida ya se ha marchado de ella. En vez de lo moviente, lo fijo. Bailar en la concha, en la oquedad de la caverna del no-ser, donde el propio imperio de lo que es, ya se ha ido. La fuerza de las cosas surfea sobre la cresta de las olas peligrosas, en el rompimiento que permite la proeza de lograrlo. El éxtasis de un instante precario, obsolescente, pero único; ya después, la ola nueva choca contra la resaca espumosa y amarilla en las arenas modosas de los que turistean sobre la creación o el hallazgo del otro, a buen seguro de atentar contra aquello no sabido. La presencia como opuesta a la razón, a lo previsible, a lo verificable.
Salir a la aventura de palpar lo extraño, de sentirlo en el propio cuerpo, conmovido y hasta desestabilizado, desestructurado. En la escena de aparición donde se fenomenaliza lo no dicho, lo proverbial, en silencio. Es inevitable ir a un infinito, lejos del registro abotagante de los sentidos, de la lluvia informacional que los deja ‘groggys’, a merced del ruido y la profusión inocua de los signos. El arte es una antropología del riesgo. El arte necesario, sólo es para clientes, para consumidores. La aventura del arte aún por verse, es para mutantes.